Nada se interpone en el camino de una Cacería Salvaje. Evidentemente, la gravedad de la misma depende del traidor en cuestión; se espera que la propia manada se encargue los suyos, mientras que los traidores más peligrosos pueden recibir la atención de arzobispos, prisci, cardenales y la de todos sus subordinados. La necesidad dicta que todos aquellos que transmitan u obtengan información prohibida sobre el Sabbat deben ser destruidos de un modo que deje claro que estas rupturas de la confianza son intolerables. El sacerdote reúne a los vampiros locales y les llama formalmente a la cacería, en ocasiones con los mismos prolegómenos que en una Partida de Guerra.
Una vez capturado, el criminal es empalado e inmovilizado. La manada le lleva ante el ductus y el sacerdote (u obispo, etc.), que recita los crímenes ante todos los presentes. Después la manada atormenta al culpable del modo que considere más apropiado. Los hierros al rojo, la Vicisitud y la mutilación son las formas de venganza menos creativas que se pueden aplicar a, un traidor. Por último, la manada destruye al criminal arrojándolo (aún empalado) a una pira consagrada. Esta acción suele ir acompañada de un recitado de la Crónica de Caín, de El Libro de Nod, para recordar que es necesario estar unidos para superar a sus enemigos, y que la falta de confianza destruye los cimientos del Sabbat.
Tras el fin del traidor, la secta persigue a aquellos que aprendieron los secretos o que se vieron involucrados de algún modo. La justicia del Sabbat es implacable, ya que no se detiene ante nada para lograr su seguridad. Por supuesto, la organización no puede ser consciente de todos los pequeños (o grandes) secretos que se deslizan por sus grietas, y esta frustración empeora aún más la situación de aquéllos que sí son capturados.
Sistema: los objetivos de una Cacería Salvaje dejan de pertenecer al Sabbat, y por tanto no son vampiros. Solo un rito de contrición convencerá a la secta para que le perdone, ya que se trata ante todo de un problema de seguridad.
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