El 11 de septiembre de 2001, terroristas de Al Qaeda estrellaron dos aviones contra el World Trade Center de Nueva York y un tercero contra el Pentágono en Washington D.C. Un cuarto se estrelló en Pensilvania antes de poder alcanzar su objetivo. Considerados con diferencia los peores ataques terroristas de la historia en suelo de EE.UU., los ataques del 11-S provocaron una respuesta inmediata (y, para muchos, tremendamente desproporcionada) por parte del gobierno electo.
En unos meses, el gobierno de los Estados Unidos reorganizó docenas de agencias federales antes independientes en algo con el amenazante nombre de Departamento de Seguridad Nacional [N.d.T.: En inglés, Department of Homeland Security, DHS]. Igual de rápido y sin apenas supervisión, el Congreso aprobó la Patriot Act, un texto legislativo orwelliano que concedía al gobierno federal poderes arrolladores para saltarse los derechos constitucionales cuando se considerara necesario para combatir el terrorismo. Los burócratas del DHS colocaron a miles de ciudadanos estadounidenses en “listas de vigilancia” secretas, sin informar a ninguno de ellos, menos aún proporcionándoles ningún medio para corregir identidades erróneas. Que haya niños a quienes han prohibido permanentemente volar en aerolíneas estadounidenses porque su nombre es parecido al de sospechosos de terrorismo es un hecho cotidiano más en los EE.UU. post-11-S.
Que se sepa, no hubo ningún Vástago involucrado en los ataques del 11-S. De hecho, aunque no se cuenten entre las víctimas oficiales por razones obvias, sin duda había algunos Vástagos entre los muertos: la madriguera de un Nosferatu estaba oculta en un nivel subterráneo de una de las Torres y Ancillae de varios Clanes tenían refugios en ellas. Pero la Camarilla fue, de hecho, muy rápida en usar la Patriot Act contra sus enemigos, reales o imaginarios.
Los gobiernos municipales de los dominios de la Camarilla no tardaron en solicitar fondos federales de Seguridad Nacional supuestamente para programas antiterroristas o para mejorar los equipos de respuesta rápida, aunque después se desviaran para adquirir mejor equipo de vigilancia con el que espiar a Anarquistas conocidos o sospechosos de serlo. Tras encontrar Anarquistas, la policía se encargaba de sus criados y aliados mortales, arrestándolos por cargos (reales o inventados) relacionados con terrorismo y encerrándolos durante semanas sin fianza. Y que Dios ampare al Anarquista que fuera descubierto en cualquier actividad económica ilegal (como el tráfico de drogas o de armas), pues los cambios en las leyes federales de confiscación ahora permitían a la policía requisar bienes ante la mera sospecha de tales actividades.
Entre la caída del comunismo y el surgimiento del nuevo estado policial, los primeros años del siglo XXI amenazaron con convertirse en la era más oscura de la historia del Movimiento Anarquista. Habiendo caído el anarcocomunismo, era el turno del anarcoliberalismo. Si los Anarquistas no podían tomar las calles, entonces era el momento de tomar Internet.
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