No obstante, Ibn Khaldun comprendió que cuando una raza se civiliza, el Asabiyya desaparece. La riqueza y la comodidad estimulan la ambición individual, que convierte a los hombres en ególatras y corruptos. Cuanto más sofisticado sea el imperio, tanto más profundamente se esparce el virus. Una vez comenzado, el proceso es irreversible.
Hacia mediados del siglo sexto, el otrora poderoso imperio Persa no era más que una sombra de su pasada gloria, sus fronteras cedían irremisiblemente bajo el mandato de los reyes sasánidas y sus nobles eran seducidos por las intrigas vetustas de los antiguos Cainitas de Mesopotamia. De igual manera, las glorias de Roma llegaron a su fin, corrompidas por el poder y saqueadas por la ambición de senadores, bárbaros y las conspiraciones de los no muertos. El recuerdo de su grandiosidad permaneció tan sólo en la legendaria Constantinopla y las posesiones en Siria y Palestina del imperio oriental. La unidad invencible que había guiado a esas gentes a la grandeza, su Asabiyya, era tan sólo un recuerdo.
A la sombra de estos antiguos titanes se encontraba la desértica Arabia, habitada por gentes moldeadas por siglos de pobreza y sufrimiento, un lugar que incluso los Cainitas consideraban adecuado únicamente para los parias. Un hombre nacido del amparo de las tribus del desierto no tenía ningún otro dios que su linaje y su honor, los cuales protegía con devoción. las arenas del Najd no debían nada a las tribus; su supervivencia, aún más su prosperidad, exigía de ellos osadía, ingenio y falta de piedad, tanto en el campo de batalla como en el mercado. Las gentes del desierto comprendían el Asabiyya. Tan sólo requerían una visión que les uniera.
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