Las cosas fueron particularmente tristes en París.
Donde el Cenaculum de Notre Dame había sido antaño uno de lo más prominentes y exitosos Cenacula de
la historia de la Sociedad, su éxito se desvaneció con
el paso de los años. Parecía que cada caza que emprendiese el Cenaculum acababa en fracasos casi totales.
El país era un lugar muy inestable a finales del siglo
XVIII, y esto aumentaba las dificultades de la Sociedad.
Un anticlericalismo en auge, combinado con diversas desconfianzas hacia la Sociedades secretas, había mucho más difícil el trabajo de los Inquisidores.
En 1793, los miembros de del Cenaculum de Notre
Dame se vieren obligados a esconderse; un año más
tarde fueron atrapados y asesinados por masas furiosas que deseaban liberar su país de la superstición y el
despotismo.
El hecho de que uno de los Inquisidores
hubiese sido supuestamente el secretario de Robespierre no hizo sino avivar el fuego. Su refugio había sido
revelado por nada menos que el Abbé del Cenaculum
que desapareció justo antes de la matanza.
París era considerado un lugar nada seguro para
la Sociedad, y el Cenaculum no fue restablecido hasta
casi el año 1800; aparentemente la ciudad era, además
de un punto caliente de luchas políticas e inquietud
social, el escenario de numerosas batallas sobrenaturales. Solo los ocasionales itinerantes visitaban la ciudad,
y fue uno de estos grupos el que descubrió al Abbé desaparecido, al servicio de uno de los vástagos franceses.
El traidor fue llevado a la hoguera con el resto de la
progenie del vampiro.
Fue entonces cuando la Sociedad empezó a preguntarse si sus muros eran inviolables, y hasta qué
punto habían sido penetrados. Era un mal todavía mayor que la herejía florentina, que al menos podía considerarse común pecado de omisión. Esto representaba
nada menos que la propia quinta columna. El oficio de
censor inició una extensa investigación de la Sociedad,
interrogando a muchos Inquisidores. No menos de una
docena de traidores fueron descubiertos al servicio de
algún agente sobrenatural, ya se tratase de magos o
vampiros. Se temía que hubiese más infiltrados, ocultos más allá del alcance de los Censores.
El miedo a las filtraciones continúa en el día de
hoy alimentando constantemente la paranoia del Oficio del Censor.
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