Pude sentir cómo los viejos huesos y la piel correosa se rompían bajo mis empujones y patadas. Sólo quedaba una escoria rota de lo que una vez había sido un cuerpo humano, una escoria que temía fuera a convertirse en mi eterna compañera. Aullé de temor y un sudor frío brotó de mi frente, llevando consigo un olor penetrante que a la vez me excitaba y me tranquilizaba. Olía a sangre. ¡Buen Dios, estaba sangrando! Entonces me percaté de algo curioso y terrorífico: mi corazón no latía. Las lágrimas recorrieron mi rostro, aumentando el carnal aroma. ¿De veras estaba llorando y sudando sangre? ¿Estaba muerto? Arañando el techo de piedra de mi minúscula celda, convertí rápidamente mis manos en dos muñones ensangrentados, en un vano intento de escapar. No me habían enterrado vivo, seguramente estaba muerto. ¡Oh, Dios misericordioso, ayúdame! Mi corazón yacía inmóvil y el frío de la tumba llenaba mi cuerpo de escalofríos. “¿Cómo puede ser esto la muerte”, se preguntaba mi aturdida muerte, “cuando aún puedo moverme?”. “¿Y cómo puede ser la vida cuando tu corazón y tu sangre están fríos y durmiendo? Se te ha concedido la maldición de Caín.” La voz me tomó por sorpresa. ¿No estaba solo? ¿Me estaba hablando aquel cadáver roto? El horror de mi sepultura debía haberme vuelto loco. “Tranquilízate. Deja que la sangre hable contigo.
Deja que escuche por ti.” La voz sonaba como si procediese de mi propia mente, pero viniendo a la vez de algún otro. Dominando mi miedo, seguí las instrucciones de la voz. Respiré por la fuerza de la costumbre, observando que no lo había hecho hasta aquel momento. Decidiendo que ya me ocuparía más tarde de aquello, dediqué toda mi atención a escuchar. Oí el rumor de alguien que se movía por el exterior de mi sepulcro, y el chisporroteante gotear de la lámpara de aceite que llevaba. Debía ser la persona que se estaba dirigiendo a mí. El movimiento de los gusanos a través del suelo llegó también a mis oídos, así como el bajo rascar de las garras de una rata arrastrándose por el lecho de piedra de la tumba. Oía mis propios párpados abriéndose y cerrándose sobre unos ojos inútiles en la oscuridad. “Ahora deja que sienta por ti, deja que sea tu gusto y tu olfato.” Hice lo que me decía la voz. Mis dedos percibieron cada aspecto de la fría piedra que me rodeaba, descubriendo singularidades y pequeñas elevaciones que nunca hubiese visto con los ojos. Áspero y frío, cubierto por pequeñas muescas no más profundas que el grosor de un cabello, el sepulcro de piedra estaba lleno de minúsculos surcos. El tosco tejido del sudario del cadáver resultaba también increíblemente complejo; en la oscuridad, me imaginé sintiendo cada una de sus hebras… ¡si hubiese podido llevar la cuenta! Incluso los huesos eran una revelación para el tacto.
Eran pulidos y ligeros, como una flauta. El olor, ahora que reparaba en él, era tan revelador como horrible. Aparte del hedor a osario de la muerte, había un aroma dulzón y abrumador. Enfermedad. El otro cuerpo de la tumba había muerto de peste o de lepra. Algunas partes del tejido se habían podrido también, y la sequedad física de la cripta hacía un extraño contraste con el sutil, húmedo y empalagoso aroma del moho. Incluso percibí un mínimo olor metálico: el cadáver había sido enterrado con un anillo en una de las manos. “¿Quién eres?”, le grité a mi invisible benefactor, que era probablemente también el causante de mis desdichas. El rugido de mi propia voz estuvo a punto de ensordecerme, tan aguzado estaba mi oído. Experimentando con aquel poder recién descubierto, vi que también podía desactivarlo “¡Déjame salir!” “Más tarde, quizá” fue la respuesta. “Ahora tienes mucho que hacer. Te dejaré solo hasta la próxima noche. Has muerto, y te has levantado, y pronto morirás de nuevo. Piensa en ello en tu grata soledad. ¿Qué es morir, y cómo es que tú has escapado? ¿O no lo has hecho? ¿Estás vivo en la muerte o muerto en la vida? ¿Cuándo empieza de verdad la muerte? No contestarás a estas preguntas, pero sí podrás apreciar su importancia, amigo mío.”
Tenía razón aquella voz incorpórea fuera de mi fría tumba. Recordé que ya no respiraba, que mi corazón no latía y que mi sangre fluía allí donde mis otros humores lo habían hecho antes. Al pensar en la sangre, sentí crecer un ansia desde lo más profundo de mi ser. En un momento estaba famélico, agradeciendo el encontrarme a resguardo de la mirada de mi interlocutor mientras me lamía las manos ensangrentadas. Incluso saqué la lengua para atrapar las gotas del precioso fluido que bajaban de mis ojos y de mi frente. ¡Estaba bebiendo sangre! ¡De alguna forma, me había convertido en un monstruo! Pero mi monstruosidad carecía de importancia frente a aquél hambre. Sólo quería alimentarme: aquella rapaz ansia de sangre se había impuesto a mis facultades. Imaginé a mi anónimo mentor en el exterior del sepulcro, prácticamente sintiendo la cálida y roja sangre que corría por sus venas… “¡Espera!” grité, oyendo que el otro se disponía a salir. “¡Al menos llévate de aquí a este cadáver!” Y deja que te abra la garganta y engulla tu sangre, pensé. Pronunció su respuesta con una sonrisa, o así sonaba al menos: “No, lo dejaré contigo. Quizá pueda responder alguna de tus preguntas.”
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