-Es una amable oferta, señor -contesto ella-. Pero si le place, señor, quizás fuese mejor que permaneciese al margen. Su joven hijo parecía encantado conmigo y me temo que podría ser demasiado escandaloso en su regocijo. Benedick escarbó en sus recuerdos. ¿Qué le habían dicho? Sí, que las criaturas del infierno rehúsan unirse a los festejos navideños por el dolor que les inflige. Y, sin embargo, aquí estaba, en la capilla, entonando himnos religiosos. Ah, pero le habían advertido de que los de su raza eran especialmente duchos a la hora de confundir a los buenos cristianos, haciéndoles creer que no eran distintos de cualquiera de ellos. La mujer había mencionado al pequeño Hugh... ¡qué afortunado había sido de saber de sus malas intenciones antes de que hubiese podido corromper a su pequeño! Su hijo mortal, nacido no mucho después del Abrazo de Benedick, era su mayor tesoro; de él dependería el ocuparse de las tierras una vez Benedick se viese obligado a retirarse de la vida pública. La joven le lanzó una mirada inquisitiva. -Señor, ¿qué le preocupa? Parece algo inquieto esta noche. -Nada, nada, un poco ausente. La carga de mis deberes es muy pesada. -Sin duda, mi señor -contestó ella y en reacción a su respuesta, Benedick sintió un sudor frió y sanguinolento raptar bajo su túnica. No le creía, de eso estaba seguro.
Genoveva frunció el ceño mentalmente. Tales formalidades no eran propia de Benedick, sobre todo después de lo que habían pasado juntos las últimas semanas. Se preguntó qué podía haber salido mal para hacerle actuar de tal modo. ¿Le habría acusado su esposa mortal de adulterio con ella? La mera idea resultaba ridícula, si bien la prueba última de su imposibilidad sería al mismo tiempo su sentencia de muerte. Benedick calculó su próximo paso con mucho cuidado, procurando no revelar sus intenciones ni su resolución. Le habían advertido de lo listas que eran estas criaturas y había inocentes en su castillo cuya seguridad debía tener en cuenta. -Yo, er, sólo quería saber si te unirías a nosotros. Siento haberte molestado-. Ya le había dado la espalda cuando se le ocurrió una idea. Tenía que asegurarse de que el demonio no pudiese escapar, sí y se le acababa de venir a la cabeza el sitio perfecto donde tenerla hasta que llegase el momento en que cayese en las manos de aquellos que podían manejarla. -¡Ahora recuerdo por qué te buscaba!- exclamó con forzado entusiasmo-. Me ha llegado una carta de extremo interés, enviada por alguien que sostiene saber de uno de los tuyos. Se encuentra en mi estudio, di deseas verla. Los ojos de la mujer se iluminaron y por un momento, Benedick pensó que quizás su contacto se había equivocado. No había sombra de malicia en aquella sonrisa, tan sólo genuina alegría, la de una amante hermana que busca información sobre sus desaparecidos seres queridos. Puede que fuese tan inocente como decía ser...
-¡Un estupendo regalo de Navidad, desde luego!- rió y su voz levanto ecos en la capilla- ¡Gracias Lord Benedick! ¡No podría desear ninguna otra cosa!, ¿Es...? -En mi estudio, sobre el despacho- respondió, la lengua seca. Seguro que los demonios no darían tan grandes muestras de alegría ante las nuevas de hermanos perdidos. Seguro que sus invitados estaban equivocados. No había nada demoníaco en aquel rostro angelical... -Gracias, señor- dijo, al tiempo que hacía un reverencia, antes de encaminarme presurosa hacia la puerta de la capilla. Tiró hacia sí de ella y se detuvo. La luz titilante de la antorcha a sus espaldas creó un extraño halo alrededor de su cabeza. Sonrió amable y su voz sonó débil, si bien no menos dichosa-. Dios le guarde, Lord Benedick. La puerta de la capilla se cerró con tal determinación que Bendick se sobresaltó. Hizo la señal de la cruz instintivamente y susurró- Por salvar a mi hijo... no es asesinato ¿verdad? Genoveva no necesitó leer más que las primeras líneas; había visto el mismo tipo de carta antes, en otros lugares. Comenzaba con las mismas palabras conciliadoras e invitaciones al razonamiento, seguidas de amenazas y terminaban con disculpas y ninguna garantía de seguridad en caso de que no se hiciese caso de los avisos. Por si necesitase más pruebas de ello, el sello al final de la carta la condenaba como obra de los Tremere.
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