Un contexto vacío. Un guiso anfetamínico de memorias. ¿Cuánto tiempo llevo cazando a Haint Blue? Estática. Se va la música. Mis nudillos se convierten en una hilera de lápidas blancas sobre el volante. A la izquierda. A la derecha. La música regresa, llenando mi cráneo como chisporroteante placenta de anguila. Su música. Haint Blue. El Hombre Conjuro. El mito andante. Todo el mundo conoce a alguien que conoce a alguien que escuchó su música en vivo. Hizo un trato con el Diablo en un cruce de caminos, o eso dicen. Su música te muestra cosas, o eso dicen. Su funda de guitarra en forma de ataúd guarda secretos. A cambio de algo, te mostrará maravillas. Cuando el sacerdote de las seis cuerdas toca, los muertos bailan. En todas las retorcidas líneas de investigación (prostitutas, diáconos, traficantes, funcionarios del gobierno), la única constante era Haint Blue. Los camioneros de Georgia te vomitarán montones de historias apócrifas sobre la señal de radio pirata que suena al anochecer, letras mesozoicas que no acabas de entender. El virus del sonido. No hay pistas. Ninguna. Todo lo que tengo es la música. No sé cómo lo sé, pero sé adónde ir. Todos los caminos llevan a Haint Blue.
De repente, aparece en el resplandor ciclópeo de mi último faro. Un apuesto holocausto con su funda de guitarra en forma de ataúd. Me bajo del coche, con la pistola desenfundada. Apunto a su corazón. Los caimanes rugen y sus ojos brillan en la oscuridad fuera de la carretera. Bajo el ala de su sombrero, Haint Blue me sonríe como las nubes de hongo sonríen al Sol. Bajo la pistola. Las balas son una grosería innecesaria. Todas las cosas terribles que he visto para encontrarlo, las cosas que he hecho ya no importan. Cada pista que deja entrever los secretos del universo, como tararear una canción que apenas puedes recordar. —Más— digo entre lágrimas,—por favor, muéstrame más. Él asiente. Su corbata azul pálido brilla en la negrura, como un río de almas que gotea de su barbilla a su cinturón. Me ofrece una navaja de afeitar. Me corto a lo largo, no a lo ancho. Las ranas croan oraciones al vacío. El olor a turba putrefacta. El febril pavimento de la encrucijada. ¿Cuándo me tumbé? Es entonces cuando percibo los árboles de botellas, pequeños árboles muertos con botellas azules en la punta de sus ramas desnudas. Solía verlos en los patios, cuando era un niño. Mamá solía hablar del hoodoo de las botellas que atrapaban a los espíritus nocturnos errantes hasta que la luz de la mañana los destruía.
El viento hace sonar música a través de las ramas de vidrio de colores. Una palma fría aprieta mi boca. El bautismo sabe como peniques cargados de mala suerte. «Nos veremos al otro lado de la Duat», susurra Haint, como un amable psicopompo. Luego estrangula sus seis cuerdas hasta que parecen gemidos de ballena fantasma. Canta, pero no puedo captar todas sus palabras. «...estaba enojado con mi enemigo / me quedé callado, y mi ira aumentó / en el miedo la fui regando / de noche y de día con mis lágrimas / con sonrisas la fui asoleando / y con sutiles y arteras estratagemas / así creció de día y de noche / hasta volverse una brillante manzana...» Los caimanes se convierten en cocodrilos. El cielo se abre mostrando el convulso panteón que es su dentadura. El zoológico de monstruos celestiales, todos encaramados en las ramas del Árbol Venenoso de Almas. Antes de que el río de la muerte se me lleve, escucho cómo se rompe el cristal azul. Haint se carcajea, «¡Salgan! ¡Salgan! Conozcan a su nuevo hermano». Lo divertido es que, cuando las botellas se rompen, la música enloquecedora no termina. Se hace todavía más fuerte.
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