Por su actitud extrema, uno podría concluir fácilmente que los Vástagos, como raza, son insensibles respecto a lo místico. El antiguo medio parece preocupado con la traición; el neonato medio parece estarlo con sobrevivir. El Sabbat, a pesar de toda su palabrería sobre la guerra santa, gasta muchas de sus energías en orgías de violencia sin objeto. Y la Camarilla ridiculiza oficialmente a cualquiera que sea lo suficientemente tonto para creer en antepasados caníbales, reinos malvados de un millar de años, jóvenes salvadoras o cualquier otro sin sentido. Sin embargo, algunos de los mismos antiguos que niegan un viernes en un salón que alguien haya podido ver a Caín, pasan toda la noche del sábado procurándose una víctima para el rito de invierno de su culto a la Gehena. Con cada nueva profecía, los líderes de estos secretos fanáticos se hinchan tremendamente. Mientras tanto, otros vampiros que pensaban que habían trascendido sus miedos mortales de condenación hacía años, descubren que se habían sobrestimado a sí mismos. Más allá de un ancilla se ha quedado congelado recientemente al descubrir a su hastiado sire sentado en el banco trasero de una Misa nocturna, postrado a medianoche en una estera para la oración o visitando a escondidas a los gitanos que dicen la fortuna.
Hasta cierto punto, era natural que los antiguos se preocupasen por los últimos portentos. Muchos fueron criados en culturas profundamente religiosas (o, al menos, supersticiosas). Aunque pudiesen haber cuestionado sus creencias juveniles hace siglos, la programación subconsciente permanece, tan sólo esperando a las circunstancias apropiadas para emerger. Pero los vampiros más jóvenes sucumben a la locura de la Gehena a la misma velocidad. Algo relacionado con impedir el cataclismo quema el escéptico interior de cada uno. El terror, combinado con las atribuciones numerológicas del milenio, lleva a muchos Vástagos a actos que hubiesen considerado imposiblemente imprudentes escasos años antes.
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