—¿Por qué no me piden que capte más blancos y dejan de andarse por las ramas? —gruñó. No estaba pensando realmente en el documento. Lo estaba mirando y estaba considerándolo, pero no le dedicaba toda su atención. Pensaba una y otra vez en Gina.
—No debería —masculló Wallace para sí. Pasó una página y empezó a leer sobre su menguante atractivo entre los profesionales negros. Con- siguió llegar a la mitad de la hoja antes de pensar en Gina de nuevo—- podría llamar a Zola. Vería que estoy en la oficina por el identificador de llamadas. Le diré que voy a trabajar hasta tarde... lo cual es cierto. Lo será cuando lo diga. Luego me escabullo. A lo mejor le doy una sorpresa a Gina con... —Meneó la cabeza. No llamó a su esposa. En los dos párrafos siguientes encontró una idea para recaudar fondos que le pareció de utilidad. Esto retuvo su atención dos páginas más, antes de que empezara a pensar de nuevo en telefonear a su mujer.
—La llamo, y luego llamo a Gina. O llamo a Gina primero, para asegurarme de que esté allí. Así le doy ocasión de prepararse para recibirme. —Estaba cansado, pero esa idea despertó un pequeño movimiento en su interior. Pero no. No debería. Estaba mal. Miró el retrato de Zola que adornaba su mesa y dejó que lo embargara el sentimiento de culpabilidad—. Al cuerno con todo. Dejó el informe a un lado, se puso de pie y abandonó su oficina con paso decidido. Se dirigía a casa, volvía con su mujer y sus hijos. Iba al lugar al que pertenecía. Se dijo que ya era demasiado mayor para andarse con aventuras. Mayor y cansado. Cortaría con Gina. Este sábado, a lo mejor, cuando Zola se llevara los niños de visita a casa de la abuela. Pensaba ver a Gina el sábado de todos modos. Puede que fuera siendo hora de romper. Puede. Sintiéndose ligeramente virtuoso, cerró la puerta con llave y se dirigió al aparcamiento, levantándose el cuello del abrigo para resguardarse de la fina lluvia.
Apenas si tuvo tiempo de reparar en la presencia de un segundo vehículo, aparcado junto a su BMW... un coche conocido, un lexus... El coche de Noah. La última vez que Matthew había visto a su hijo mayor, Noah, no habían conversado. Se habían tirado los trastos a la cabeza. Él había condenado el ateísmo que había declarado recientemente su hijo. Noah había llamado estafador a su padre, por vender salvación como si de aceite de serpiente se tratara. Matthew había respondido diciendo que Noah nunca se había quejado por tener un techo sobre su cabeza, comida en el plato, dinero en el banco y la educación que él no había podido recibir. Fue entonces cuando Noah le habló de la beca del programa de graduación de la BGSU. Le había dicho que ya no lo necesitaba más, que por fin podía romper los grilletes de oro con los que había maniatado su padre. Matthew le llamó ingrato malcriado y le amenazó con desheredarlo. Noah le retó a hacerlo. Hacía dos años de aquello, y no habían vuelto desde entonces.
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