Parte 02: Un Pacto con el Diablo

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Dos puertas más debajo de la iglesia se encontraban Producciones Rollins. Sonny Rollins era asiduo de la iglesia de Matthew, a la que tenía como principal cliente de producción. Le había dado una llave a Matthew hacía años. El despacho de Sonny era pequeño y estaba atestado (y aprestaba a tabaco), pero había dos cómodas sillas de escritorio y una cafetera.

—Fascinante —dijo el invitado del pastor.

—¿Qué es fascinante?

—Tu cadena de televisión es suelo sagrado.

—Es una iglesia antes que nada. El otro soltó un bufido.

—Sí, ya. Por eso está enterrada en medio de un polígono comercial e industrial, a kilómetros de cualquier sitio en el que podrían congregarse los residentes. Matthew meneó la cabeza.

—La iglesia no es un edificio, sino una condición. “Dondequiera que dos o tres se reúnan en mi nombre...”.

—O, ya puestos, en casa delante del televisor. Tiene gracia cómo se ha ampliado el significado de la palabra “congregación” para incluir ahora a aquellas personas que están solas y orando al mismo tiempo.

—¿Por qué has venido? Espera, empezaré con una pregunta más simple: Si no eres mi hijo, ¿quién eres? El otro lo miró en silencio; una mirada pétrea, como la de un jugador de póquer que examina sus cartas. Matthew sólo le sostuvo la mirada hasta que su huésped pareció llegar a una conclusión.

—Puedes llamarme Gaviel cuando estemos a solas. “Noah” bastará delante de otros. Así será menos confuso.

—Gaviel.

—No lo uses a la ligera. —Había algo en los ojos de Gaviel que indicaba a Matthew que no bromeaba. Matthew apretó los puños y rechinó los dientes, pero su voz (siempre su mejor herramienta) permaneció serena y controlada cuando dijo:

—Y eres un demonio.

—Se puede decir así.

—Has poseído el cuerpo de mi hijo. Gaviel asintió.

—Eso me temo.

—Comprenderás que no descansaré hasta que lo abandones. Gaviel bajó la mirada y, por un momento, pareció genuinamente afligido.

—Matthew, no he matado a tu hijo, y no le he expulsado de su cuerpo. Quiero que me creas.

—Te creo, pero me sabrás disculpar si desconfío.

—Noah Wallace ya no existe, Matthew. Lo siento de veras, pero ésa es la verdad.

—Eso es lo que tú dices, pero yo veo su cuerpo delante de mí y oigo su voz. —Las palabras de Matthew eran razonables, pero la situación estaba poniendo a prueba su capacidad para hablar con calma.

—El cuerpo sigue aquí. Los recuerdos también. Pero el alma de tu hijo se ha ido. Lo atropelló un coche hace cinco días cuando cruzaba la carretera cerca de la universidad. Sufrió lesiones en el cerebro.

—¡No te creo! Se trata de un truco. Tiene que serlo.

—Se cumplimentó un informe policial. Míralo tú mismo. Había sufrido daños mentales, su alma se había resentido y yo lo sentí. Reclamé su cuerpo para mí y él fue expulsado, abandonado a la suerte que aguarda a toda la humanidad. Poseo sus recuerdos y sus habilidades, pero el Noah que tú conocías, la chispa esencial que lo animaba, ha desaparecido para siempre.

—¡Mientes! Gaviel exhaló un suspìro.

—¿Qué ganaría yo mintiendo acerca de esto?

—Tienes miedo de que te exorcice.

—Me parece que ya ha quedado claro que tu fe no está a la altura de esa tarea —repuso el demonio.

—Quizá sea débil, pero soy uno de los pastores del Señor.

—Con el título de un seminario que tiene casi tanto valor como cualquier anuncio de la Rolling Stone.

—¡Me doctoré en Teología!

—Te doctoraste honoris causa en una facultad que, al igual que tu alma máter, está orientada hacia el mismo mercado que cualquier autoescuela. Te doctoraste, es más, el mismo año que donaste veinticinco mil dólares para el fondo de becas de esa facultad. —Gaviel meneó la cabeza—. ¡Si ni siquiera sabes leer la Biblia!

—¡Leo la Biblia todos los días!

—Lees una traducción de la Biblia todos los días, pero ¿sabes algo de latín aparte de “quid pro quo”? ¿Algo de griego? Del hebreo mejor ni hablar. —Resultaba evidente que Gaviel estaba disfrutando con la incomodidad de Matthew.

—La fe es más importante. La fe es más importante que los títulos, que los conocimientos, que los logros.

—En eso estamos de acuerdo. Por eso he acudido a ti. —Se acercó—. ¿Te das cuenta de que podría haber marcado tu alma, ahí fuera bajo la lluvia? Podría haberte convertido en mi criatura... mi esclavo, ligado a mi voluntad, viviendo o muriendo a mi antojo. Pero no lo hice. Permití que conservaras tu alma, e incluso he tolerado que me levantaras la mano, que me insultaras, me despreciaras e invocaras la ira de Dios.

—Quieres algo. Algo de mí.

—¿Es realmente infinito el perdón de Dios? La pregunta cogió por sorpresa al reverendo.

—Claro que sí. Desde luego.

—¿Sea cual sea el pecado, sea cual sea su gravedad?

—Siempre que el arrepentimiento sea genuino.

—¿Qué hay de los ángeles caídos, reverendo? ¿Podría perdonar Dios a uno así? ¿A uno que transgredió voluntariamente Sus órdenes directas? ¿A uno que se propuso ensuciar voluntariamente toda la creación de Dios, a uno que estuvo dispuesto a buscar la adoración de la humanidad? Matthew frunció el ceño.

—No lo sé. ¿Podría arrepentirse realmente un ser así? Gaviel hizo una pausa y sonrió de nuevo.

—Ésa es la cuestión, ¿no es así?

—¿Es eso lo que quieres? ¿El perdón de Dios?

—Si es posible. Tú crees que la intervención de un hombre salvó a la raza humana. Yo creo que la intervención de un hombre puede salvar también a mi raza. ¿Me ayudarás? Matthew entornó los ojos.

—Lo intentaría. Si pensara que eres sincero. Gaviel extendió las manos.

—Ya te he mostrado una considerable cantidad de misericordia y tolerancia. ¿Qué otras pruebas te puedo ofrecer? Matthew se inclinó hacia delante y sus ojos relampaguearon.

—Suelta a mi hijo.

—Matthew, te doy mi palabra de que no lo tengo retenido.

—¿Cómo puedo fiarme de la palabra de un rebelde y blasfemo confeso?

—Igual que del consejo de un adúltero arrogante y santurrón. Vamos a ver, en serio: ¿Pensabas que eras tan pío que te merecías la visita de un ángel? Pero si eres un televangelista, sinónimo de “farsante” e “hipócrita” entre las clases cultas estadounidenses. Te concedo que nunca hayas robado dinero de la cesta de las limosnas, pero sólo porque tus autodefinidas directrices fiscales son tan permisivas que te permiten rodearte de coches y joyas. Sinceramente, para ser el “pastor macarra” perfecto sólo te falta tatuarte las palabras “amor” y “odio” en los nudillos.

—Si soy tan vil, ¿qué decir de ti? Si mi fe es tan débil, ¿cómo es que vienes a solicitar mí ayuda? Gaviel se encogió de hombros.

—Otro punto para ti, reverendo. ¿Quieres quedarte aquí sentado intercambiando pullas toda la noche, o prefieres saber por qué te he escogido a ti, específicamente?

—Seguro que me lo cuentas de todos modos.

—Te he elegido porque eres arrogante. Tienes el orgullo que da el idealismo. Crees que todo lo que haces está bien porque lo haces tú. Posees ese tipo de fe que mueve montañas, y ésa es la fe que necesito. La fe que te permitiría pensar, “A lo mejor sí que puedo redimir a un ángel caído”. — Gaviel se sentó y caviló—. Pastor, tenemos dos posibilidades. O bien tengo cautiva el alma de tu hijo o no, ¿de acuerdo? Si la estuviera reteniendo, que no es así, aunque parece que no puedo convencerte de lo contrario, te convendría mantenerme cerca hasta encontrar la manera de liberarla. Ahora, por favor, como favor personal, tan sólo plantéate la posibilidad de que te esté diciendo la verdad. De que Noah realmente haya desaparecido y yo haya sido sincero al hablarte de mí arrepentimiento. ¿Cabe la posibilidad de que me des de lado y afirmes ser un hombre de Dios? Matthew exhaló un sonoro suspiro.

—Sigo pensando que intentas engañarme. Pero tienes razón. Estoy atrapado. No me puedo permitir el lujo de mandarte a paseo.

—Te lo agradezco. —Gaviel se acomodó en su silla y pareció relajarse—. Bueno. ¿Qué hacemos ahora?

—Supongo que podríamos seleccionar una página de los católicos, si es que quieres confesar tus pecados.

—¿Y si, en el proceso, te revelo algún punto débil que pudieras aprovechar...? Matthew extendió las manos.

—Tú no confías en mí y yo no confío en ti. Pero si vamos a hacer esto, tendremos que fingir.

—Entiendo. Por acto reflejo, Matthew dijo lo que decía a todas las conciencias culpables que acudían a él en busca de consejo. —¿Por qué no empezamos por el principio? Gaviel sonrió.

—Muy bien. Al principio...
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