Esta mañana he discutido con mi marido... con el marido de Anila, Tony.
Me acusa de mostrarme arisca y retraída. Dice que sólo me quedo mirándolo,
que ya no hablo con él ni le muestro el mismo amor que antes. Tiene razón,
claro, pero ¿cómo voy a hacer lo que quiere? No soy Anila. No puedo ser la persona que él necesita que yo sea. Estoy en su cuerpo y comparto sus recuerdos,
pero está muerte, y ni siquiera yo, un Ángel de la Muerte, sé lo que eso significa.
Sin embargo, quiero tenderle mis brazos, atraerlo hacia mí, sentir la
calidez de su cuerpo contra el mío. Quiero descansar la cabeza en su pecho
y disipar sus preocupaciones. Estos sentimientos deben ser de Anila, puesto
que yo nunca antes he consolado a nadie. Sin embargo, parecen tan parte
de mí cmo mi poder sobre este mundo, y quizá más aún que los recuerdos
de mi estancia en el Infierno.
No me gusta pensar en aquella época.
Mis deseos de entonces eran
menos reconfortantes. Durante la guerra, creamos un refugio para las almas de los difuntos, un lugar de esperanza, pero pronto se convirtió en la
antesala de nuestra terrible prisión. Dios nos hostigaba con los espíritus de
los muertos, permitiéndonos tocarlos, mientras que la humanidad viva nos
estaba prohibida. Pues cuando alcanzábamos los espíritus humanos mientras estuvimos encarcelados, no era para consolarlos sino para silenciarlos
o regodearnos en su tormento si no podíamos aliviarlos. Estábamos tan
inmersos en el odio que no nos importaba nada. El dolor y la rabia nos
deformaron, y con el tiempo ansiamos atacar a los mismos seres que antaño
tanto amamos: las almas de la humanidad.
Les hicimos sufrir. Ahora, hago sufrir a Tony, y no estoy seguro de
poder enmendar uno ni otro crimen.
¿Cómo puedo compensar a esas almas
que torturamos a lo largo de los siglos, cuando ni siquiera encuentro las
palabras adecuadas para detener el dolor de este hombre?
Me doy cuenta del motivo por el que le hago daño. Cuesta más recordar por qué terminé haciendo daño a todas aquellas almas a lo largo de
la historia. Al mirar atrás, parece extraño que pasáramos de desear desesperadamente aliviar el dolor de los humanos a no desear otra cosa que el
dolor de la humanidad, su sufrimiento y en última instancia su destrucción
absoluta. Sin embargo, los pasos de aquel trayecto siguen estando claros
para mí, aun cuando el escenario permanezca difuso. La culpa se convirtió
en dolor. El dolor se convirtió en rabia. La rabia en odio. El odio engendró
sufrimiento. Ésos eran los cuatro pequeños pasos que separaban al ángel
del demonio.
Qué inadecuadas resultan estas palabras para expresar los
cambios que nos impusieron aquellos pasos.
Quizá me equivoque. Antes quería aliviar el dolor de los humanos,
y ése fue el primer paso del viaje que me ha traído hasta aquí. El deseo
condujo a la rebelión. La rebelión al castigo. El castigo a la culpabilidad.
Culpabilidad. Eso es lo que siento ahora. Cada movimiento y gesto
por parte de Tony, la tristeza que veo en él me llena de culpa. Detesto el
hecho de estar haciéndole daño, y me aborrezco por no ser capaz de solucionarlo con una palabra.
Ya no puedo pensar más en esto. Cuanto más me odio, más fuertes
son los ecos del Infierno que siento en mi interior, nublándome la mente.
Debo ser Anila por un momento y proporcionar a este hombre el consuelo
que deseaba transmitir a la humanidad hace tanto tiempo. Ya no puedo
soportar más su dolor. Encontraré la forma de ponerle fin.
El Dolor
Mi marido duerme. Debería acostarme con él y ser Anila un rato más,
pero no puedo. Debo despejar mi mente de nuevo y recordar cómo llegué
a odiar a la humanidad, y cómo el “regalo” que nos hizo Dios se convirtió en el tormento más refinado que hubimos de soportar. Creo que la cosa
más cruel que hizo al expulsarnos a medias, fue alejarnos del mundo que
habíamos creado para Él. Si hubiéramos estado completamente aislados de
él, incapaces de sentirlo ni tocarlo de ninguna manera, habría sido más fácil.
El recuerdo se habría desvanecido con el tiempo, y habríamos creado una
nueva existencia para nosotros en el lugar al que nos habían relegado.
Quizá
hubiera sido un lugar de ira, odio y frustración, pero ¿durante cuánto tiempo
habrían ardido esas pasiones sin nada con que alimentar el fuego? A la larga
habríamos encontrado solaz y consuelo en nuestra prisión, o eso quiero creer.
Pero no nos dejó. No, nos atrapó en un lugar en el que todavía podíamos intuir la humanidad que nos rodeaba. Sus almas vivas nos llamaban
desde el otro lado del cristal empañado de nuestra prisión, y nosotros intentábamos tocarlas, incapaces de alcanzarlas. Al principio nos recordaban,
y el dolor que les producía nuestra desaparición del mundo era grande. Los
siervos leales de Dios permanecían alejados de la humanidad, por lo que los
humanos supervivientes sentían que el toque de lo divino había desaparecido del mundo.
La muerte, el gran misterio, les llegaba ahora a todos ellos,
sin espíritus que los guiaran y sin palabra directa de lo que significaba. El
miedo y la pérdida son los padres del dolor, y su hijo crecía fuerte en los
corazones de la humanidad. Llorábamos en el Infierno al sentir el pesar de
aquellos por los que habíamos luchado, y rugíamos al Cielo por habernos
dejado impotentes para hacer nada.
Conforme pasaba el tiempo y sentíamos que la humanidad perdía
paulatinamente su conocimiento de nosotros, la sensación de venganza se
convirtió en rabia desencadenada. La humanidad, por la que habíamos renunciado a más de lo que se podría imaginar, se había olvidado de nosotros.
Nos habían abandonado aquellos a los que queríamos salvar.
Fue entonces cuando el ángel se tornó demonio. Fue entonces cuando
yo, Magdiel, me convertí en un monstruo.
Los Juegos de Poder
Algo cambió en el Infierno durante este tiempo. Siempre había habido jerarquía entre nosotros, incluso antes de la rebelión. A nadie se le
ocurrió nunca cuestionarla. Nuestro puesto y nuestro cargo eran los que
Dios había ordenado que fueran, y nunca se nos pasó por la cabeza que
aquello debiera cambiar. Estábamos hechos para ocupar aquella posición,
así que ¿por qué tendríamos que cuestionar nuestro lugar? Aun cuando
nos rebelamos, uno de los primeros gestos de Lucifer consistió en forjar un
nuevo orden que nos uniera.
Pero cuanto más duraba nuestro encarcelamiento, menos sentido
parecían tener las antiguas normas. Quizá nuestro alzamiento contra Él
nos hubiera allanado el camino para rebelarnos contra todos los demás
aspectos de nuestra existencia: primero contra el ausente Lucifer y luego
contra nuestros propios superiores en los escalafones del Infierno.
Ésta fue
la tercera rebelión. Mientras las facciones del Infierno peleaban entre sí, se
producían sublevaciones en su propio seno. Nuestros guías se convirtieron
en tiranos que dictaban nuestras acciones en su propio provecho.
Si antes los príncipes nos habían orientado, ahora nos gobernaban,
obligándonos a obedecer recurriendo a nuestros Nombres Verdaderos.
Nos arrastraban a sus riñas, tanto si queríamos ir como si no. El poder de
nuestros Nombres era tal que pronto aprendimos a no cuestionar siquiera
nuestras motivaciones; nos limitábamos a hacer lo que se nos pedía. Si
antes habíamos sido camaradas que luchaban por una causa común, ahora
éramos señores y vasallos que buscaban el bien de la minoría, no la libertad
común. Ahora éramos esclavos.
El Sabor Amargo de la Libertad
Nadie dudaba que nuestra prisión era inviolable, a prueba de cualquier poder con el que cargáramos contra ella. El Creador había decretado que habríamos de morar en la oscuridad hasta el fin de los tiempos,
y nosotros así lo creíamos. Pero cuando ya nos habíamos resignado a una
eternidad de esclavitud y desprecio, los cinco Archiduques del Infierno,
los antiguos tenientes de Lucifer y señores de sus legiones, desaparecieron
de repente. La conmoción fue tal que acalló todas nuestras insignificantes disputas y nos llenó de una mezcla de asombro y aprensión. Podíamos
sentir que las estrellas aún ardían, que los mundos giraban todavía en sus
órbitas y que la humanidad continuaba viviendo sumida en la ignorancia
y el miedo, de modo que las arenas del tiempo aún no se habían agotado.
Por un momento me atreví a esperar que aquello fuera obra de Lucifer, que
el Lucero del Alba se hubiera librado de sus grilletes y fuese a liberarnos.
Pero las murallas de nuestra prisión no cayeron, y los archiduques nunca
regresaron. La esperanza dio paso a la desolación. Los Voraces afirmaban
que el Cielo nos había arrebatado los cinco tenientes de Lucifer para que
pudieran compartir el castigo del Lucero del Alba. Los Crípticos disentían,
y las disensiones entre facciones se reanudaron.
Luego desapareció Zaphoriel. No ocupaba ningún puesto distinguido
entre los caídos, ni era célebre por sus proezas contra la Hueste. No sorprendió su marcha, pero aún más su inesperado regreso. Afirmaba haber sido
invocado fuera de nuestra prisión no por Dios o Sus ángeles, sino por un
hombre. Zaphoriel decía haber aparecido en medio de un círculo de poder,
alimentado por un potente ritual e inmovilizado por palabras de poder que
crepitaban en los labios del humano.
Luego el humano expuso sus exigencias a Zaphoriel, ¡le ordenó que develara los secretos del saber de su Casa!
Nos quedamos sin habla. Ya era malo que la humanidad se hubiera olvidado
de los sacrificios que habíamos hecho por su bien... ¿pero ahora pretendían
igualar su autoridad a la del mismo Creador? Zaphoriel despotricó impotente contra el hombre, hasta ser expulsado de nuevo entre nosotros.
¿Dónde había conseguido la humanidad ese poder? ¿Habrían liberado
así a los archiduques? En tal caso, ¿por qué no habían regresado? Con el
paso del tiempo, fueron cada vez más de los nuestros los que salieron de
nuestra prisión para compartir sus conocimientos o realizar alguna tarea
a petición del invocador.
Era una humillación que nos laceraba el alma
mucho más que la esclavitad que sufríamos ahora a manos de los nuestros,
pero al mismo tiempo, cada uno de nosotros deseaba ser el siguiente en recibir la llamada. Los más poderosos de los nuestros ordenaron a sus vasallos
que compartieran su Nombre Celestial con los magos humanos, de modo
que pudieran ser llamados a la tierra.
Algunos de los invocados no regresaron. Al igual que con los archiduques, se desconocía su destino. Las invocaciones continuaron, volviéndose
más frecuentes con el paso de los milenios, pero a medida que cambiaba el
mundo, parecía que el número de magos se reducía y se perdían los secretos para abrir nuestra prisión. Pero no hemos olvidado, y menos que nadie
los Crípticos, que se preguntan cómo es posible que la humanidad hubiera
descubierto esos conocimientos y comprendido el poder de convertir sus
deseos en realidad.
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