Cuando me sumergí en la carne que se enfriaba, el mundo físico extendió los brazos y me asió. Cuando ordené al cuerpo que sanara, que fluyera la sangre y se contrajeran los músculos, me asaltaron imágenes retenidas
en el cerebro de la mortal. Dejé que esos recuerdos me empaparan mientras
me concentraba en el cuerpo, en recomponerlo, en convertirme en parte de
él para anclarme y resistir así la atracción del Abismo.
Me sentí abrumado. Nunca hubiera imaginado cómo sentían el mundo los humanos. Yo había existido aparte del mundo de carne y materia. Lo
había manipulado, pero nunca había formado parte de él, nunca lo había experimentado directamente. Ahora formaba parte de él, y no tenía ni idea de
cómo manejar las sensaciones que estaba experimentando. Lo único que sabía era que quería más. Me zambullí con avidez en aquellas sensaciones, tan
diferentes de las que me habían sido negadas en el Abismo. La sensación de
la carne, el aire sobre mi cuerpo, la sangre en mi pecho, el movimiento de mi
cabello, los pulmones hinchándose en mi interior, el latido de mi corazón, las
protestas de mi estómago, la luz en mis iris y la vibración de mis tímpanos.
Todo era nuevo. El mundo parecía completamente distinto de lo esperado,
y los sonidos que asaltaban mis oídos me resultaban casi incomprensibles.
Ahondé en la mente de Anila en busca de explicación y guía, en busca de sus recuerdos y el sabor de sus emociones, y me perdí en un nuevo
torrente de sensaciones. Los recuerdos que constituían la persona llamada
Anila Kaul cayeron sobre mí como una ola de experiencia humana.
El penetrante dolor del corte con una hoja de papel dio paso al calor
del sol en mi rostro y el agua fría a mí alrededor mientras nadaba. Paladeé
el cálido sabor de un curry cocinado por mi madre y el desconsuelo por su
muerte. Sentí la dicha de la danza, y el ritmo de la música que guiaba ese
baile resonó en mis huesos.
Sentí el primer beso tentativo de Anila, con un muchacho que seis
meses más tarde se burlaría de ella por ser una “paki”.
Sentí la lluvia de
una fría mañana londinense sobre la piel mientras Anila corría para llegar
puntual a una cita. Sentí su felicidad al salvar a un niño de los maltratos
de su padre.
Saboreé la bofetada de su padre en mi cara mientras discutían acerca
del hombre que había elegido Anila por esposo. Experimenté el tacto, el
arrumaco de un padre y las caricias de sus amantes. Una sensación humana, tan primitiva en comparación con la unión de los ángeles, y al mismo
tiempo tan absolutamente irresistible, abrasadora.
Luego me perdí por completo cuando encontré los recuerdos que
guardaba Anila de su marido: el sabor de su piel, la sensación de su aliento
en mi piel, las largas y lánguidas noches acurrucados el uno en brazos del
otro. No había nada comparable salvo estar en Su presencia. Los recuerdos
que yo guardaba de Él eran de ira y castigo, no de amor y pasión por mi
marido.
Oh, Señor, ¿por qué les concediste esto a ellos y no a nosotros?
Juntos
No sé cuánto tiempo pasé allí, viviendo alternativamente el pasado de
Anila y las sensaciones que me proporcionaba su cuerpo en el presente. Al
cabo, cobré consciencia de mí y me senté llorando en el suelo. Al principio
lloré de alegría. Era libre después de tanto tiempo, pero más que eso, estaba
vivo, exultante de experiencias que nunca había osado imaginar ni antes ni
después de mi rebelión. Ni una sola vez imaginé cómo sería ser uno de ellos.
Me resultaba inconcebible que pidieran tener algo que enseñarnos. Ahora
había descubierto que así era.
Por primera vez en más tiempo del que Anila podría imaginar, grité de
dicha y exultación por un Creador al que había odiado con pasión desde
que me viera encadenado a Sus pies.
Me incorporé tambaleante y miré en
rededor, con el corazón lleno de júbilo. Tropecé y me caí, magullándome
la pierna y adorando la sensación de dolor donde había golpeado el suelo.
Luego derramé lágrimas de pesar, porque la vida que amaba no era la
mía. La auténtica Anila se había ido y yo, uno de los Verdugos de Lucifer,
no sabía dónde. Había tenido un padre que la había querido pese a las
elecciones que había tomado, un marido que deseaba estar con ella a pesar
de sus diferencias y el tiempo que tenían que pasar separados. Y ahora, esos
hombres se verían privados de sus dones porque yo le había arrebatado la
vida. Había arrojado su espíritu a la tormenta para poder ser libre de nuevo.
¿Cómo podría compensarles por lo que he hecho?
La Realidad
Ni la alegría ni el dolor duraron eternamente. Por mucho que deseara
retener ambas sensaciones, me fue imposible. Se esfumaron mientras intentaba dilucidar qué hacer a continuación. Este mundo no se parecía a nada
que hubiera imaginado. La caja, no, la habitación en la que me encontraba
no tenía ningún sentido para mí sin los recuerdos de Anila. Examiné sus
recuerdos un momento y experimenté ese lugar como lo haría ella.
Al cabo de una hora, me entró el pánico. ¿Estaba perdiendo mi identidad y todo lo que era ese cascarón humano en el que me había alojado?
Intenté concentrarme en el Infierno, en mi odio, en mi caída, en mi rebelión. Pero no era eso lo que quería. Tenía la cabeza despejada. El odio estaba
enterrado en mi interior, y volvía a pensar libremente, de un modo como
no había experimentado desde los primeros días de mi encarcelamiento.
Quería esto: este mundo y esta vida. Y quería ser yo y ser Anila. Los recuerdos del tormento se mezclaban con los recuerdos de una noche en el pub.
Estaba bebiendo con demonios y torturando las almas de los difuntos junto
a unos amigos de la facultad. Fluía en Anila y Anila fluía en mí. El cuerpo
me estaba moldeando al tiempo que yo lo maleaba a mi antojo.
No tengo palabras para describir lo que sucedió a continuación.
¿Cómo puede encontrar el idioma humano, una manera de describir lo
que siente un demonio al convertirse, en cierto modo, en humano? Podría
emplear palabras como confusión, locura, dolor, rabia, amor y odio, pero
ninguna de ellas expresa realmente lo que ocurrió. El odio del demonio y
las pasiones del humano se encontraron, y parte del ángel que fui una vez
cobró nueva vida en esa fusión.
Por un momento, me volví loco. El demonio no podía asimilar la experiencia humana, y el cuerpo humano no podía asimilar al demonio en su
interior. Perdí el control sobre lo que Anila llamaba cordura y me hundí
en una masa inteligible de sensaciones y recuerdos. Al cabo, encontré la
claridad porque encontré algo en lo que concentrarme: el agresor de Anila.
Sentí el cuchillo que se alojaba en mi vientre, una y otra vez. Había intentado matarme, y no sabía por qué. Tenía que comprenderlo. Debía de haber
algún motivo detrás de aquello, algún tipo de motivación que una simple
humana como Anila jamás podría comprender. Tenía que saber por qué.
Sin embargo, sabía que tenía que proteger antes la existencia de Anila.
Necesitaba su vida hasta que hubiera decidido qué hacer a continuación.
Descolgué el teléfono y, valiéndome de los recuerdos de Anila, marqué el
número de la cocaína. Les dije que me habían atacado y que estaba aturdida, de modo que me iría a casa. Me preguntaron cómo se encontraban
la esposa y la pequeña que había ido a visitar. Un recuerdo centelleó en mi
mente: Anila diciéndoles que corrieran. Un hombre colérico se acercaba a
ellos blandiendo un cuchillo, profiriendo amenazas.
Les dije que se habían marchado, que ya deberían estar de camino
hacia el centro de atención a mujeres maltratadas.
Parecían preocupados,
diciendo que sonaba rara. Estuve a punto de soltar la risa, pero mantuve la
voz firme. Mi jefe me dijo que me cuidara. Dijo que ella se ocuparía de contactar con el refugio y denunciar el ataque, pero que yo tenía que rellenar
un informe completo por la mañana, si es que la policía no venía a verme
antes. No sabía a qué se refería, y no tenía tiempo de sondear los recuerdos
de Anila para descubrirlo, de modo que me limité a darle las gracias.
Luego me preguntó si estaba bien y si había algo que pudiera hacer
por mí. Existo desde el amanecer de los tiempos. He librado batallas con
criaturas cuya mera existencia constituye una leyenda para las personas
hacinadas en el edificio que me rodea. Pero aquel sencillo gesto humano de
preocupación estuvo a punto de hacerme llorar. No se parecía a nada que
hubiera experimentado antes.
Le di las gracias y le dije que no se preocupara. Luego colgué y fui en
busca del hombre que había intentado asesinarme.
La Mano de la Muerte
Descubrí al homicida en un callejón detrás del refugio, oculto y a la
espera. Se llamaba David, y hacía dos años que era adicto que era adicto al
crack y a vapulear a su esposa. La había enviado al hospital en dos ocasiones,
y habían asignado a Anila para que la ayudara a salir de aquella situación.
Anila había llegado al apartamento esa mañana, para informar a la mujer
de que ya había un lugar para ella y su hija en el centro de acogida. Cuando
estaban haciendo las maletas, el marido había llegado a casa, malhumorado y en
plena resaca de crack. Anila intentó serenarlo. Ni siquiera vio venir el cuchillo.
Cuando entré en el callejón y pronuncié su nombre, vi que se reflejaban en su rostro el terror y la incomprensión. Pensaba que yo era una
alucinación inducida por las drogas, y tenía miedo, lo que era adecuado.
Soy un Ángel de la Muerte. Debería estar asustado.
Quiso correr. Yo fui más rápido. Quiso zafarse de mi presa. Yo era más
fuerte. Lo estrellé contra la pared del callejón y lo miré a los ojos.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué? —jadeó.
—¿Por qué intentaste matarme?
—Ibas a llevarte a mi esposa. No podía consentirlo. Es mía. —Volvía a estar enfadado, el odio nublaba su sentido común. Vi un poco de mí en él, un poco
de mi propio odio. Me reí en su cara, y eso le hizo sentirse asustado de nuevo.
—Eres patético. Estabas haciendo daño a algo que considerabas de tu
propiedad. Te arrogabas derechos que no te correspondían y luego abusabas
de ellos, tan sólo para proteger tu errónea visión del mundo. Querías acabar
con mi vida por nada más que una inyección de ego. No mereces vivir.
Le mostré lo que en realidad era, lo cual me hizo sentir fuerte de
nuevo, y lo maté. No sé si lo maté por Anila o porque me recordaba a los
humanos que nos habían rechazado tras nuestro encarcelamiento, o porque me recordaba lo que había sido yo antes. O porque, simplemente, se lo
merecía. En cualquier caso, lo maté.
Era más fácil de lo que recordaba. El hombre se desplomó ante mi
toque, su alma fue desgarrada y arrojada a la tormenta que rugía detrás del
Velo. De alguna manera, aquello me hizo sentir vacío. Debería alegrarme que el agresor de Anila estuviera muerto. Ella tenía planes para
esto —justicia, venganza— pero yo me sentía triste y vacío. No había
trompeta que sonara en las alturas, ni relámpago inesperado que castigara ni transgresión. Transcurrido un momento, me subí el cuello para
guarecerme de la lluvia y me fui a casa.
Sobrevivir a la Vida
Durante un tiempo me oculté detrás de los recuerdos
de la mujer que había sido. Hablé con la policía y regresé
al trabajo. Me levantaba todas las mañanas y preparaba
el almuerzo para mi marido mientras él me hacía el desayuno. Conversábamos sobre las mismas cosas todos
los días antes de acudir a nuestros respectivos trabajos. Después de tanto tiempo de dolor, ira y locura, la
pura rutina me proporcionaba un ancla. Para intentar
comprender aquello en lo que me había transformado.
Lo que más detestaba sobre todas las cosas, era el trayecto hasta la oficina. Todas las mañanas esperaba en el mismo andén destartalado a que llegara el tren a la estación, tarde y abarrotado. En el interior, la gente estaba
enfadada, frustrada, egoístas que se empujaban por cada migaja de espacio
y confort que pudieran conseguir. Las necesidades de su prójimo no significaban nada. Lo único relevante era su propio viaje al trabajo. No había
sentido del orden, de la jerarquía, ni de la responsabilidad. El concepto de
humanidad parecía serles completamente extraño. Sólo se preocupaban de
sí mismos. Todos peleaban con todos por una parte de poder, y hasta al último de ellos le aterrorizaba perder su posición, por insignificante que fuera.
Parecerá ridículo, pero en cada uno de esos trayectos veía un poco
de nuestra prisión en el Abismo, como si nuestro tormento se reflejara en
ellos. Quizá haya más verdad en esto de la que pensaba: Cuando estaba en
el Infierno, recuerdo cómo me retorcía de dolor cuando sentía la presencia
de otra alma. Aquellos de mis hermanos que permanecen allí transmiten de
alguna manera su dolor y su rabia al mundo. Estas personas atacan siempre
que alguien se aproxima demasiado. Incluso en el espacio más reducido
parecen aislarse los unos de los otros.
Las Ciudades
Si el viaje era malo, el destino era mil veces peor. Hace tiempo construimos un mundo glorioso para la humanidad, pero parece que han renunciado por completo a los dones del Creador y a nuestro trabajo.
La
humanidad ha saqueado las ruinas de la antigua gloria y erigido estos gigantescos suburbios en su lugar. Sus edificios nunca tienen vida y nunca
transmiten esa impresión. Me resisto a calificar estas ciudades de “muertas”
porque la muerte implica que alguna vez hubo vida en su lugar y me cuesta
creer que sea ése el caso. Aunque hay cierta belleza y pasión en algún que
otro edificio, la mayoría parecen diseñados para subvertir lo espiritual a la
física ordinaria del mundo. Limitan el potencial de la humanidad con su
abrumadora falta de inspiración.
Los edificios se ciernen grandes y apretados, privando de la luz del sol
a las criaturas que se afanan a su sombra. El viento aúlla entre estos cañones
fabricados por el hombre, congelando el cuerpo y el alma como no lo congelaban ninguno de nuestros cañones. Llenan los edificios de cubículos, con cada
trabajador separado del resto por paredes artificiales. Luego se van a casa, a
sus cubículos de mayor tamaño, sin aspirar a saludar ni hablar con sus vecinos.
Cada alma parece haber encontrado una manera de aislarse de sus semejantes.
Las Relaciones
Ahora comprendo que mi matrimonio es algo excepcional en este
mundo. Anila eligió abrirse a otro ser humano, confiar en él y amarlo. Recuerdo ese amor, en cierto modo, de la camaradería que compartimos durante la rebelión. La mayoría de la humanidad parece desearlo y temerlo
a un tiempo, de modo que se aíslan aún más de la gente que los rodea. Si
ahondo en mis recuerdos, puedo ver la comunidad en la que se crió Anila,
un abigarrado grupo de inmigrantes pakistaníes de Extremo Oriente. Nunca
volvió a experimentar una comunión igual. Su padre creía que la sociedad
estaba desmoronándose, y ella se sentía inclinada a mostrarse de acuerdo.
Por eso escogió este trabajo: asistente social, para hacer todo lo posible por
ayudar a los más necesitados.
Su matrimonio fue para ella un pequeño símbolo de la necesidad de crecer cerca de otros, no cada vez más lejos.
De hecho, había pequeños ecos de rebelión en ese enlace. Decidimos
luchar por lo que queríamos pese a todas las voces en contra. El padre de
Anila se oponía al matrimonio, y a los padres de Tony no les hacía gracia
que se casara con una “paki”. Por algún motivo, ese diminutivo denigra
el nombre. Parece que el color de mi piel me señala como distinta en esta
ciudad, y a algunas personas no les gustan las cosas que son diferentes. Pero
hay humanos de todos los colores deambulando por estas calles, y sus almas
no me parecen tan distintas unas de otras. Parece que se trata tan sólo de
otra manera de aislarse entre sí que han encontrado.
El amor parece ser un lujo tan escaso en la Tierra como en las profundidades del Infierno. Los mensajes de la televisión promueven constantemente el egoísmo. Cómprate esto para ser feliz. Cómprate esto para poder
manipular mejor a los que te rodean. Cómprate esto y gozarás más del sexo.
Ah, sí, el sexo. El sexo es una de las grandes ventajas de tener un
cuerpo. Lo disfruto a conciencia. Aunque carece de la inmediatez de las
uniones angelicales, sin duda proporciona un placer para mí inesperado.
Empero, no es lo mismo que el amor, aunque la sociedad parezca haber
decidido que constituye un sustituto adecuado. La gente prefiere el sexo al
amor, el egoísmo a la comunidad. ¿Será esto lo que pretendía Él? ¿Nuestra
rebelión llevó al mundo a esto?
La Violencia
Peleábamos porque teníamos que hacerlo. Desafiamos al Cielo porque
pensamos que no nos quedaba otra opción cuando Él nos llamó traidores. La Hueste cayó sobre nosotros y luchamos durante mil años, porque
creíamos en el camino que habíamos elegido. Los humanos son distintos.
No sé si es porque esa batalla se perpetúa en la cultura de los humanos, y
el recuerdo de aquellos conflictos se transmite de una generación a otra, o
si es que simplemente fueron hechos así. Eligen la violencia como primera
opción, no como último recurso.
Más aún, matan. A menudo matan de manera aleatoria e impredecible. Atacan a los que son diferentes, a quienes los amenazan de alguna
forma, o incluso a quienes les impiden alcanzar el poder que creen que les
pertenece.
He leído en un periódico que nunca hubo un tiempo en que no
hubiera guerra en alguna parte del mundo. Los niños se empujan en los
patios del colegio. Los hombres pelean en los aparcamientos de los bares
o en acontecimientos deportivos. Los maridos agreden a sus esposas, los
hijos a los padres. Las personas se matan entre sí sin más motivo que el de
arrebatar sus posesiones a sus víctimas.
La violencia se ha convertido en parte de estas personas, sus razones
son inconsecuentes y sus consecuencias rara vez se tienen en cuenta. Creo
que aunque todos los demonios del Abismo dejaran a un lado su sed de venganza, la humanidad terminaría por destruirse a sí misma de todos modos.
La Autoridad
Incluso sus autoridades hacen uso de la violencia. Entre la Hueste
del Cielo, sabíamos cuál era nuestro sitio. Habíamos sido creados para satisfacer un cometido concreto, y nunca se nos ocurría hacer otra cosa. Sin
embargo, del mismo modo que sucumbimos a las disensiones internas en
el Infierno, los humanos pelean entre sí por conseguir el poder. Una vez en
el poder, hacen todo lo posible por mantener en su sitio a los que estén por
debajo de ellos. En el tiempo que llevo aquí he visto poco que demuestre
que la gente desea el poder genuinamente para ayudar a los demás. En los
recuerdos de Anila encuentro aún menos. Recuerdo su frustración con los
insignificantes oficiales del gobierno local y la despreocupada policía, que
hacía poco por facilitarle el trabajo y menos todavía por impedir que surgiera ese tipo de situaciones para empezar.
He escuchado nobles palabras acerca de gobernar por el bien del pueblo, y veo imágenes de hombres y mujeres obesos, que se pasean en coches
de lujo y hacen todo lo posible por asegurarse una presencia continuada en
los puestos de poder. En sus discursos se les va la boca hablando de mejorar
las vidas de las personas que gobiernan, y la mayoría de la gente parece
contentarse con eso. Aceptan que estos gobernantes cumplirán lo que prometen, y luego se distraen con la comida, la bebida, el sexo y otras recetas
de ocio. ¿Dónde está la humanidad brillante y curiosa que yo contemplaba
con tanto anhelo? ¿Cómo se han convertido en estos seres maltratados y
sumisos, un insulto para los que los crearon?
Pongamos por ejemplo a la policía.
Hay una frase que he escuchado
en la televisión, de los Estados Unidos, creo: proteger y servir. Sí, pero ¿proteger y servir a quién? Está claro que no es a las víctimas del crimen, cuyo
número aumenta semana tras semana. No será a la gente corriente que
todavía no ha llamado la atención de los criminales. Su protección consiste
en no haber atraído aún la atención de las personas equivocadas. No, sólo
sirven para comprar la benevolencia de la opinión pública. La masa quiere
creer que están a salvo, así que unos cuantos matones de uniforme bastan
para convencerlos de que así es.
La ilusión y el engaño se convirtieron en nuestra moneda de cambio
durante nuestra estancia en el Infierno. Parece que la humanidad ha aprendido esta lección tan bien o mejor que nosotros.
La Condición Humana
Aún queda esperanza, bondad en medio del dolor de este mundo roto.
La humana que habitaba este cuerpo antes que yo, dedicaba su vida a mejorar la de los demás. Era una de las pocas personas que comprendía el daño
que se está haciendo la humanidad a sí misma. Trabajaba para mitigar ese
sufrimiento, pese a la indiferencia de las autoridades. La lista de los problemas que manejaba a diario ridiculiza mis más crueles fantasías: violación,
abuso infantil, pobreza, violencia doméstica, enfermedades mentales sin
tratamiento y racismo. La lista sigue y sigue.
El poder parece ser lo único que le importa a gran parte de la humanidad, tanto que están dispuestos a emprenderlas a puñetazos con quienes
afirman amar. He pasado meses intentando defender a mujeres, cuyos maridos opinan que están en su derecho de infligir tanto daño como consideren
necesario a sus esposas e hijos. Algunos permitían que el poder corrompiera
su sexualidad, hasta el punto de codiciar la inocencia de sus pequeños y
arrebatársela a la fuerza.
Otros someten sus cuerpos al abuso de los agentes químicos, buscando
huir del horror de su realidad, refugiándose en la alteración de la consciencia.
He visto cuerpos al borde del colapso, destruidos por las drogas que corrían
por sus venas, y la desatención de las necesidades básicas que esto conlleva.
A veces no podía ver nada más que la necesidad de morir en su interior, y en
esas ocasiones mi verdadera naturaleza, el papel que desempañaba cuando el
mundo era joven, vuelve a mí. Cuando esto ocurre, doy la paz a esas almas.
No puedo sino culpar a Dios por el estado de estas pobres criaturas. Si
hubiera más pruebas de Su presencia en el mundo, siquiera alguna prueba de
la obra de los ángeles entre la humanidad, quizá estas personas no buscaran el
toque de lo divino a través de estas sustancias. Podrían satisfacer sus necesidades mediante el culto, para lo que fueron diseñados. Quizá esto dé un nuevo
sentido a nuestra existencia.
Al fin podemos alcanzar el respeto y la adoración
que buscamos durante tanto tiempo revelándonos ante la humanidad. Podemos aportar equilibrio y devoción a las vidas vanas que quieren llevar.
Sin embargo, algo en mi interior se rebela contra esta idea. No sé si
soy yo, o si es algún poso de Anila lo que me hace pensar de este modo,
pero de alguna manera sojuzgar a los humanos a mi voluntad me parece
mal. En cierto modo, me convertiría en igual de los hombres que utilizan
los puños y su fuerza superior para maltratar a las mujeres que dicen amar.
Emprendimos este viaje porque queríamos que estas personas nos amaran
como lo amaban a Él. Nunca quisimos reinar sobre ellos, simplemente queríamos que nos vieran y nos dedicaran el culto que es vuestro por derecho.
¿Es realmente una adoración forzada lo que buscamos? ¿Es eso más legítimo
que el “amor” impuesto que tan a menudo he visto en mi trabajo?
Los Indignos
A veces tengo la impresión de que he salido del aprendizaje de mi encarcelamiento, para empezar a ver el mundo como es en realidad. Qué fácil
es odiar cuando estás apartado de las causas de tu rebeldía, por barreras que
ni siquiera los más fuertes de nosotros soñarían con derribar. Mucho más
difícil resulta hacerlo, cuando ves el sufrimiento reflejado en el rostro de la
persona que tienes delante.
Veo que algunas personas se comportan de un modo que me enfurece,
y entonces puedo odiar. Hay tantas personas mezquinas, egoístas e indiferentes al mundo más allá de sus insignificantes vidas que no se merecen
seguir viviendo.
Otras, en cambio, han sufrido y padecido tanto a manos de
los demás, que su desgracia conmueve esa parte de mí que quería aliviar la
aflicción de la humanidad antes de que nos rebeláramos. Pensaba que esa
parte de mí había muerto hacía tiempo. Me equivocaba.
Hay momentos en que me pregunto si realmente hemos regresado al
mismo mundo del que fuimos expulsados hace tanto tiempo. ¿Realmente
podría permitir Dios que el mundo desembocara en esto, aunque estuviera
furioso por nuestro alzamiento? ¿Teníamos nosotros, un simple tercio de la
Hueste Celestial, el poder para hacer que el mundo cayera tan bajo? ¿O han
entrado en acción fuerzas que escapan a mí comprensión? Eso no me sorprendería. Ya no entiendo lo que antes había sido mi vocación: la muerte.
La Muerte
La muerte fue la maldición que lanzó Dios sobre la humanidad por
respaldar nuestra rebelión. ¿Pretendería realmente causarles tanto dolor?
La muerte acecha a los humanos de mil formas distintas. Pongamos por
caso el escarceo de Anila con la muerte. A veces me cuesta tanto aislarme
de sus recuerdos. Quizá eso se deba a que lo que padeció en vida se veía
compensado por la dicha que le proporcionaban sus experiencias. La sensación que obtengo cuando mí, perdón, su marido me abraza es indescriptible
en términos de lo que experimentamos durante los interminables milenios
que pasamos aislados de la Creación.
Divago de nuevo. No puedo perderme en los recuerdos de Anila, por
seductores que puedan parecer. Los humanos siguen temiendo la muerte
tras conocerla desde hace miles de años. Son muy pocos los que he conocido que tengan fe suficiente para creer que hay vida después de la muerte,
pero incluso ellos sufren una punzada de duda. Tuve una charla con un
sacerdote que trabajaba con uno de mis casos.
Había sido abordado por un
niño con problemas antes de llamarnos. Este sacerdote, uno de los pocos
que todavía creen de verdad, se encontraba asaltado ahora por la duda.
Veía el sufrimiento de sus feligreses y se preguntaba cómo podía consentirlo
Dios. Los cinco años destinado en una de las zonas urbanas del centro
habían erosionado su fe, pero aún no la habían derribado. A veces pensaba
que la muerte era una especie de bendición, y a menudo encontraba más
solaz en ella que en el sufrimiento de los que vivían. Estoy de acuerdo con
él. A veces el olvido es mejor que sufrir, y hubo momentos en el Abismo
en que deseé que mi existencia tocara a su fin. Sin embargo, no comparto
su paz completamente, pues sé, sin lugar a dudas, que la vida sigue después
de la muerte. Lo que no sé es qué hace Dios con las almas que acoge. ¿Les
concede el olvido, o les reserva otro destino?
Sin embargo, incluso eso parece menos seguro.
El mecanismo de la
muerte se ha estropeado. Los Segadores han abandonado sus puestos, y la
muerte se aferra a la vida con una tenacidad que me desconcierta. Es lamentable ver cómo intenta asirse desesperadamente un alma humana a los
vestigios de la vida que tuvo una vez, incapaz de alejarse más de unos cuantos pasos del objeto material que se ha convertido en su ancla en el mundo.
Antes nuestro trabajo consistía en arrancar lo espiritual de lo meramente
físico y permitir que se fuera en paz, pero parece que los Segadores que no
siguieron al Lucero del Alba, ya no desempañan esa función.
¿Qué nos queda? Muertos sin reposo, más temerosos de la muerte
incluso que los vivos. Algunas de estas sombras desesperadas, han encontrado incluso la fuerza de voluntad necesaria para regresar a los cuerpos de
los difuntos, desafiando Su plan flagrantemente. ¿Cómo puede consentirlo
Dios? ¿Es que ya no le importa?
La Religión
La condición de este lugar, y de las personas tanto vivas como muertas que lo habitan, hace que me pregunte si Él se asoma al mundo alguna
vez. Los humanos fueron siempre Su creación predilecta, aquellos cuyas
preocupaciones anteponía a nuestros deseos. Sin embargo, se diría que los
ha abandonado, como nos abandonó a nosotros.
Esta tierra en que se crió Anila se considera cristiana, la creencia de
que Dios vino a la tierra en un cuerpo humano para comprender el dolor
de la gente que Él había creado. Me cuesta creer que Él, de cuya cólera he
sido testigo, fuera capaz de humillarse tanto como afirman las historias.
Sin embargo, en mi cabeza, este credo parece enfrentarse a las creencias de la tribu de Anila, que vive a miles de kilómetros de distancia en
un lugar que ahora se llama Pakistán. Estas creencias hindúes a las que se
adhiere su padre parecen retratar una multitud de dioses, todos los cuales
son, en cierto modo, el mismo dios.
Los demonios aparecemos en ambas
versiones, pero ninguna refleja fielmente la esencia de lo que somos ni el
porqué de nuestra rebelión. Cuando pienso en ello, la antigua ira, el odio
que me embargaba en el Pozo, se agita en mi corazón. ¡Nos han olvidado!
Han olvidado por qué luchamos y calumnian los nombres de aquellos que
murieron por la humanidad, llamándonos monstruos y tentadores. En eso
nos hemos convertido, pero no hemos sido así siempre. Hicimos lo que
hicimos por amor, pero las historias sólo nos atribuyen odio. Cierto es que
la crueldad de Dios no conoce límites.
Me parece apropiado en cierto modo que el resultado de esta falta de
verdad sea un descenso de la fe. La sociedad parece valorar el cinismo y el
materialismo más que cualquier forma de exploración espiritual. El resultado de esto, y la confusión entre ambas creencias, fue que Anila renunció
por completo a la fe. Enfrentada al dilema de elegir entre dos religiones, no
eligió ninguna. Pocas de sus amistades mostraban algún interés en la iglesia
o la religión.
Quizá sea éste otro indicio de que Dios ha abandonado el
mundo: Sin dios que adorar, no se puede sostener la fe.
Lo cierto es que el sacerdote que he mencionado antes, se sentía desesperado a veces con la Iglesia. Visitaba otras parroquias cuando tenía ocasión
y veía cómo las personas respetables se amontonaban con sus trajes de los domingos, pero podía intuir la falta de fe en ellas. Acudir a misa era algo que hacían todas las semanas porque sus vecinos lo hacían y porque les gustaba que
los vieran haciéndolo. Era un ritual vacuo desprovisto de todo significado.
Vigilé una de esas iglesias de lejos un domingo. Entre sus paredes había la suficiente fe en Dios para que yo pudiera sentir el dolor de Su ira fluyendo por mi interior cuando llegué a las inmediaciones del edificio. No me
atreví a acercarme más que al otro lado de la calle.
El dolor era demasiado
intenso. Por si necesitaba una prueba de que nuestra liberación no era obra
Suya y de que aún no nos había perdonado, ahí la tenía. La fe dentro del
edificio era fuerte, pero la de la gente que lo visitaba era inapreciable. La fe
había desaparecido. Sólo quedaba el ritual.
Veía lo mismo entre mi gente. Se vestían como hindúes, seguían los rituales y celebraban los días sagrados de la fe, pero no conseguían creer de verdad. Era como si el culto que exigía Dios se recordara, pero ya no se profesara.
Seguían los rituales del pasado, con la misma ausencia de comprensión que
los niños que imitan a sus padres sin entender el significado de sus acciones.
El Futuro
Pero no he hecho más que rascar la superficie de este mundo. Es un
sitio nuevo para mí, y necesito los recuerdos de alguien que lo comprenda para integrarme en la sociedad. Podría existir al margen de ella, pero
¿llegaría a comprender realmente este mundo si lo hiciera? No, no podría
sobrevivir en este mundo sin valerme de Anila, lo que significa que debo
permitir que Anila forme parte de mí. ¿O formo yo parte de Anila?
No importa. He escapado del Infierno y experimento la Creación
como nunca pude imaginar antes de mi huida. Comprendo la realidad con
una profundidad que me estaba vedada cuando la carne seguía siendo un
misterio para mí. Y quizá vea una oportunidad de redimirme. Una vez fui
un ángel.
Renuncié a serlo para paliar la ignorancia y el temor de la humanidad. Ahora camino entre ellos como cualquier otra persona, y veo que
hay más miseria de la que jamás pude concebir. En parte podría ser culpa
nuestra. En parte podría ser culpa de Dios. Gran parte, sin duda, es culpa de
los propios humanos. Todavía no entiendo del todo este mundo, pero con
los recuerdos de Anila para guiarme, aprenderé. Y cuando haya aprendido
lo suficiente, actuaré.
El mundo ha cambiado más desde nuestro encarcelamiento de lo que
hubiera creído posible. Los humanos son ingeniosos. La tecnología no deja
de desconcertarme y sorprenderme. Los teléfonos no se parecen a nada a
lo que estuviera acostumbrado. Los demonios nunca necesitamos juguetes
semejantes para comunicarnos, sin importar la distancia que nos separara.
Comienzo a acostumbrarme a los ordenadores, pero esta Internet es un
concepto extraño. Es un lugar de ideas al que no se accede con la mente,
sino con los ojos y los dedos. La gente ha cogido ideas y les ha dado capas
de un modo que nunca hubiera esperado. Es como si, en Su ausencia, la
humanidad se hubiera arrogado el mando de la Creación.
Debo comprender este mundo antes de decidir qué hacer a continuación. Hace semanas que soy libre, pero sigo sin saber por qué fui liberado del
Pozo. Me preocupa que cumplir con mi misión de liberar a los Príncipes del
Infierno sea un error. Recuerdo cómo era antes de convertirme en Anila,
cómo el odio, la ira y el dolor eran todo lo que me embargaba. Si ahora se
liberaran criaturas así en el mundo, sin ángeles del Cielo que se enfrentaran
a ellas, tiemblo al pensar lo que pasaría con la gente del mundo.
La venganza
de los demonios sería terrible. Recuerdo cómo martirizábamos y atormentábamos a los espíritus de los difuntos. ¿Qué no haríamos con los de los vivos?
No, de momento me quedaré con Anila y viviré su vida. Me solazaré
en el amor de su marido e intentaré comprender los misterios del mundo
moderno. El trabajo de Anila me da acceso a muchas personas, y puedo
encontrar la muerte una y otra vez. Quizá llegue a entender cómo funciona
de nuevo. Quizá deba matar más humanos para comprenderla, pero tengo
que asegurarme de que aquellos que mate se merezcan la muerte que les
conceda. Los recuerdos de Anila me lo exigen. Pienso que es un trato justo
a cambio de su vida, su cuerpo y su amor.
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