Nuestras legiones se habían disuelto, pero la Era de las Atrocidades
nos vio ganar mucho terreno. Hay quienes la llamarían una época dorada,
que intentan recrear hasta en nuestros días. Sin embargo, lejos quedaban la
paz y la tranquilidad de los primero siglos. Ya no explorábamos la Creación,
sino que la moldeábamos a nuestro antojo. Fue una época de decadencia
y oscuridad.
Por aquel entonces, nuestro amor y nuestro odio por los hijos de Adán
y Eva no conocían límites. Eran mimados y atormentados, adorados y torturados. Eran al mismo tiempo fuente de gozo y dolor para nuestras legiones.
Transcurrieron muchos siglos desde aquel día fatídico en que desafiamos al
Cielo, y los horrores de la guerra nos habían cambiado para siempre. Nos
estábamos convirtiendo en algo horrible, y deformábamos la misma tierra
que nos rodeaba en el proceso. Si antes habíamos creado el Paraíso, ahora
en nuestro exilio terreno, era un infierno lo que estábamos forjando. Dejamos de construir y sucumbimos a la destrucción.
Tiempo de Odio
En todos los frentes, la Legión de Ébano marchaba y salía victoriosa.
De ese modo fui testigo de la caída de Shamayim, la segunda de las Altas
Ciudades en sucumbir, y de la batalla del Calvero de la Memoria. Aquí,
el poderoso Gabriel se enfrentó a las hordas de Lirael en escaramuzas que
dejaron la tierra herida y yerma para toda la eternidad. Se dice que Gabriel,
arcángel de la misericordia, la venganza, la muerte y la revelación, se negó
a obedecer la orden de Dios de abandonar la lucha. En vez de eso, decidió
quedarse y proteger a una mujer mortal de la amenaza de Lirael, que había
desarrollado un apetito por la carne de los mortales. Gabriel combatió hasta
el final, manteniendo a raya a Lirael hasta que amaneció el último día de
la contienda. Los cuerpos de muchos mortales y las cáscaras de muchos de
los nuestros yacían rotos en torno a Shamayim al despuntar el alba, pero no
había ni rastro de Gabriel ni de su amor humano.
Nadie sabía si el Arcángel
de la Piedad y la Revelación había sido castigado por su desobediencia o
si había sucumbido en el transcurso de la batalla. Una cosa es segura, su
nombre nunca resonó en el Abismo, por lo que si Gabriel fue castigado por
el Todopoderoso, sería enviado a un infierno particular.
Daba igual donde marchara la Legión de Ébano, siempre dejaba un
rastro de destrucción y miseria a su paso. La seguían grandes bandadas de
aves carroñeras, tantas que eclipsaban el sol, y se alimentaban de los muertos y los moribundos. Los cadáveres que quedaban atrás eran tocados por
los Azotes y abandonados a la enfermedad y la peste. Al hincharse, estallaban, propagando la enfermedad por la tierra de la Hueste.
Allí donde iba la legión de Abadón, la seguían largas caravanas de
humanos, llenas de esclavos y adoradores. Aun a pesar de todas las atrocidades que cometía la legión, algunos mortales anhelaban el poder que les
ofrecían y por eso los seguían, sacrificándose voluntariamente en la batalla
o rindiendo culto a los señores del Ébano.
La Ciudadela del Odio
Dûdâêl, la imponente fortaleza y ciudadela de la Legión de Ébano, se
convirtió en un bastón de odio y violencia. Rodeada de fuego y géiseres que
vomitaban nubes de gas tóxico sobre las tierras de los alrededores, Dûdâêl
se convirtió en la viva imagen del infierno que tantos artistas mortales habrían de plasmar en los milenios venideros. Enormes forjas bajo la ciudad
fraguaban armas y armaduras para las filas mortales de la legión, toscas
espadas de un metal oscuro llamadas syir. Cuando no batallaban, las legiones se reunían en arenas y coliseos y celebraban combates de gladiadores,
enfrentando mortales contra mortales y aberraciones engendradas por los
demonios, creadas con el único propósito de verter su sangre en los juegos
para alborozo de la multitud.
Los Malhim
Empero, hubo derrotas, sobre todo a medida que se perpetuaba la Era
de las Atrocidades. Una nueva oleada de ángeles bajó del Cielo para abastecer a la maltrecha Hueste. Al contrario que los primeros defensores, que
evitaban el conflicto y la batalla reales, la nueva hornada de guerreros angelicales estaba dispuesta a batirse en duelo. Era como si tuvieran órdenes
de enviar al olvido a tantos de los nuestros como les fuera posible. Se les
conocía simplemente como malhim, el azogue de nuestra existencia. Hay
quienes dicen que nacieron entre las llamas del asedio de Sagun, otros que
los malhim eran las almas de mortales leales a los que Uriel había bendecido para que pudieran vengar sus muertes a nuestras manos. Cualquier que
fuese su origen, su poder era algo temible de contemplar. Rezo a Lucifer
para que nunca volvamos a verlos.
Tiempo de Transgresión
Lejos de las líneas del frente, la Legión de Plata se afanaba en sus
fortalezas y torreones, lugares de innombrable conocimiento y prohibidos
saberes. Nada era sagrado cuando los caídos de esa legión escrutaban el
tejido de la Creación en busca de cualquier posible pista que pudiera rendir
las puertas del Cielo para nosotros.
Los rebaños mortales de aquellos ángeles eran injertados a toscas
máquinas con fines prácticos y no tan prácticos. Lugares como la Muralla del Aliento y las Torres de Carne se convirtieron en leyendas que nos
atemorizaban incluso a nosotros. Las atrocidades de las que era capaz esa
legión no conocían límites.
Muchos de los horrores que pueblan las leyendas mortales son, en realidad, vagos recuerdos de los excesos de Asmodeo
y sus seguidores. La bella Belfegor, caudilla de la Quinta Casa, Señora de la Inquisición,
obligaba a su rebaño mortal a copular de acuerdo con rituales de su invención diseñados para elevar a la humanidad a su última potencia. Los gritos
que escapaban de su ciudadela, el Palacio de los Suspiros, resonaron hasta
mucho después de su destrucción al final de la guerra.
Tabâ’et, bastión de la Legión de Plata, se convirtió en un dédalo de
torres y chimeneas que vomitaban viscosos penachos de humo a los cielos.
Los rebaños humanos languidecían sometidos a los experimentos de la legión y a su insaciable apetito por las delicias terrenas e infernales.
La Larga Marcha
En Genhinnom, Lucifer y las Legiones Escarlata y de Hierro continuaban velando por los rebaños humanos que tenían a su cuidado. Lucifer
enviaba expediciones para reclamar rebaños a las Legiones de Plata y Ébano y llevarlos de regreso a Genhinnom esporádicamente, peroen su trono,
Lucifer sabía que los excesos de las legiones escindidas suponían una pesada
carga para la Creación. Habían muerto incontables mortales, y muchos más
vivían atormentados. No era esto por lo que había desafiado al Cielo el
Portador de Luz. Sin embargo, Lucifer sabía que obligar a las legiones a seguirlo no sería distinto de la incuestionable obediencia que exigía el Cielo.
El príncipe intentó resolver este dilema durante muchos años.
Al fin, se decidió a actuar. La guerra se había prolongado demasiado.
La Hueste había sido expulsada a Machonon, pero el Portador de Luz sabía que esa ciudad nunca caería.
En lugar de permitir que sus legiones se
extendieran incontroladas, resolvió reunidas y construir su auténtico reino
de una vez por todas. Lo que vino a continuación fue la Larga Marcha, una cruzada por reunir
a todas las legiones bajo el estandarte de Lucifer. Los caídos se enfrentaron a
los caídos, pero al final, la Legión Escarlata sitió Dûdâêl, Tabâ’et y Kâsdejâ.
Las legiones errantes realizaron intentonas de romper el asedio en tres ocasiones, pero los guerreros de la Escarlata y el Hierro consiguieron retenerlos
en sus guaridas. Al final, los tenientes renegados juraron lealtad de nuevo,
aunque me pregunto qué planes de venganza albergaban en sus corazones.
Desde su trono, Lucifer habló de una nueva era, un tiempo en que los
caídos serían adorados por los mortales, y los mortales a cambio crecerían
hasta desafiar al mismo Cielo como deidades de pleno derecho.
—Hemos librado la guerra equivocada —declaró—. Derrotaremos al
Todopoderoso, no por medio de la guerra ni de atrocidades, sino a través
de la fe de los mortales. Haremos de cada uno una imagen de Él, perfecto,
infinito y poderoso. Hemos equivocado el germen de la guerra durante demasiado tiempo. El Creador no nos condena por miedo a nosotros, sino por
miedo a lo que podemos enseñar a la humanidad. ¿Acaso no nos alimentan
ellos con su fe como hacía Dios antes de la Caída? Haremos dioses de estos
mortales y ellos Lo desafiarán. A cambio, los mortales heredarán la Tierra
y nosotros reclamaremos nuestro trono en el Cielo. Hemos pasado aquí demasiado tiempo. Ha llegado la hora de regresar y hacer que el Cielo pague
por sus pecados.
Así dio comienzo la Era de Babel.
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