Gobernamos el mundo durante incontables épocas, dirigiendo campañas contra la Hueste Celestial y encerrando a sus ángeles entre piedras y
hierro. Tentamos a otros ángeles para que cayeran y construimos poderosas
catedrales y ciudadelas a lo largo de la Creación. Protegimos y atormentamos a la raza del polvo y, con el tiempo, desvelamos todos los secretos de la
Creación a los descendientes de Adán y Eva. Pero, al final, todo fue en vano.
Mientras Lucifer y sus legiones de mayor confianza combatían a los
nephilim, la raza de Adán y Eva sufría el peso de su recién descubierta divinidad. Quizá fuese la desaparición de los Diez, la maldad de los nephilim o
simplement el cruel destino, pero los hijos e hijas de los primeros mortales
se rompieron cuando tenían la totalidad de la Creación abierta ante ellos.
No se podía evitar el destino, y eso es lo que (en nuestro desmesurado
orgullo) intentábamos conseguir. Por qué Lucifer no había previsto algo así,
no lo sé.
A lo largo de nuestros largos años en el Infierno, oí a muchos que
creían que siempre había pretendido traicionarnos a nosotros y a la humanidad por igual, pero ¿con qué fin? Ya no sé qué creer.
En vez de convertirse en dioses, la iluminación de la raza del hombre
se resquebrajó bajo la carga de las nuevas revelaciones. Queríamos acelerar
milenios de madurez en apenas un puñado de generaciones. Era demasiado,
demasiado pronto.
Las Falsas Lenguas
Pero no fue éste nuestro único pesar. La Ruptura tuvo consecuencias
más nefastas: la fragmentación de la lengua mortal. Desde los tiempos de
Adán y Eva, los mortales empleaban un derivado de nuestro idioma, simplificado para sus oídos pero igualmente resonante de verdad. Todos los
mortales hablaban este Idioma Único, una lengua pura que admitía ambigüedades y les permitía captar el significado de todas las cosas. Cuando
Penemue enseñó a la raza del polvo a escribir y tejer este Idioma Único,
las puertas del Cielo se abrieron para toda la humanidad. Pero no estaban
preparados. Estaban ciegos, y así, perdieron la capacidad de entender el
Idioma Único. Su discurso degeneró en una cacofonía de idiomas menores.
En lugar de una nación de mortales, se fragmentaron en cientos, incluso
miles de tribus y clanes. Nunca más volverían a verse a sí mismos como una
sola raza, unida por un padre y una madre en común.
La ruptura de las lenguas mortales tuvo otra consecuencia: ya no podían mirarnos y comprender con claridad qué veían. Nuestro recuerdo se
convirtió en germen de mitos y leyendas, espíritus de la superstición que
algunos adoraban mientras otros preferían ignorarnos o desconfiaban de
nosotros. Aunque quisiéramos ayudar, no podíamos. Los mortales se habían
fragmentado de tal modo que nos habíamos vuelto inefables para ellos, y
así, su ilimitado torrente de fe y devoción se secó por completo.
El Colapso
A lo largo y ancho del mundo, nuestras ciudades y tribus se desmoronaban, algunas por causas naturales, otras por culpa de la guerra, el hambre
y la enfermedad. Las ciudades se hundían en las profundidades del océano,
mientras que otras eran invadidas por la naturaleza. Era como si la raza
de Adán y Eva se decantaran por la ignorancia frente a la totalidad de la
Creación y sus secretos. Somos muchos los que todavía no logramos entenderlo. ¿Por qué volver la espalda al destino y elegir una vida de sufrimiento
e ignorancia? Ésta fue la traición definitiva a los ojos de muchas de nuestras
legiones, algo que pocos le han perdonado a la humanidad.
El Principio del Fin
El experimento había fracasado, y pese a todo nuestro poder, nada podía restaurar la inagotable devoción de la humanidad. Los mortales estaban
ciegos a nosotros, y nosotros estábamos privados de la fe a la que habíamos
llegado a acostumbrarnos. Nos habíamos olvidado de la hueste con el caos
de la Ruptura, pero el Cielo no se había olvidado de nosotros. En nuestra
hora más oscura, la Hueste se abatió sobre nosotros. Los malhim sitiaron
Dûdâêl, Tabâ’et y Kâsdejâ, y redujeron a escombros todos nuestros esfuerzos.
Miguel y su Hueste se reunieron entorno a Genhinnom y se desencadenó una feroz batalla. Me han contado que Lucifer no habló de rendición
en ningún momento ni siquiera al final. Las Legiones de Escarlata y de
Hierro combatieron hasta el límite de sus fuerzas y defendieron las murallas
durante cuarenta días y cuarenta noches antes de que las puertas cedieran
finalmente y el Lucero del Alba fuera cargado de cadenas de fuego.
Los ophanim, los ángeles de la justicia del Creador, bajaron del Cielo
rodeados de malhim y la Hueste de Miguel. Rodearon a nuestras legiones e
impusieron su castigo. Muchos de nosotros esperábamos emprender el largo
camino de regreso al Cielo para enfrentarnos a nuestra destrucción, pero el
Todopoderoso nos deparaba una suerte mucho más terrible. Nos condenó
a la oscuridad eterna, a una interminable existencia hueca, desprovista de
propósito o valor. Con todos los horrores de los que había sido testigo durante la Edad de la Ira, nada era comparable a la atrocidad que perpetró el
Cielo sobre nosotros al final.
Los ophanim dictaron sentencia, y se hizo el silencio por un instante.
Creo que esperaban que suplicáramos piedad, que les rogáramos de rodillas
para que nos ejecutaran rápidamente antes de someternos a la eternidad en
el Pozo. Pero nuestros ojos se volvieron hacia nuestro príncipe, el Lucero
del Alba, que estaba de rodillas con la cabeza alta.
Era como si estuviera
escrutando el firmamento, retando al Todopoderoso a enfrentarse a él una
vez más. Aquella visión me conmovió lo indecible, y supe en ese preciso
instante que preferiría enfrentarme a las tinieblas de pie que doblar la rodilla de nuevo ante un Dios indiferente.
Me puse de pie, retando a los ophanim. Recuerdo el silencio que dominaba la extensa llanura y los incontables pares de ojos que me siguieron
mientras avanzaba resuelto hacia las puertas del Infierno. Me volví en el
umbral hacia mi príncipe, y juro que vi lágrimas en sus ojos. Con un orgulloso saludo, me lancé al Abismo.
No voy a mentirte y decir que no estaba asustado, pero luché por
controlar mi terror en el vacío del Pozo.
Esperaba a que mi príncipe nos
acompañara en el exilio, para ser el primero en arrodillarme ante él y jurarle
de nuevo lealtad. Pues en aquella llanura del juicio comprendí que mientras él estuviera con nosotros, ninguna prisión forjada en el Cielo podría
retenernos. No nos doblegaríamos ante la tiranía de Dios, ni en la Tierra
ni en el Infierno. No nos someteríamos. Algún día la justicia sería nuestra.
No sé cuánto tiempo estuve esperando, alimentando las llamas del desafío. Las filas de los condenados se apretaban a mí alrededor, pero resistía. La
oscuridad y el frío devoraban mi alma, pero resistía. Los gritos de los rechazados me cortaban como un cuchillo, pero no estaba dispuesto a rendirme.
Luego se cerraron las puertas del Infierno, y comprendí que en verdad
habíamos sido repudiados. Lucifer no estaba con nosotros.
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