Vale. Despiertos al fin, Adán y Eva no perdieron el tiempo en explorar las
inmensas y nuevas posibilidades que se abrían ante ellos. La ropa fue el menor de
sus inventos. El propio Lucifer les explicó la naturaleza del fuego y cómo dominarlo, mientras que Nazriel y sus espíritus del aire desplegaron ante ellos toda la
gloria del idioma, transformando las palabras en música. Los Fundamentos desentrañaron los secretos de la palanca, la polea y la rueda para su uso, mientras que
de los espíritus del océano llegaron las artes físicas de la escultura y la pigmentación. Los de la naturaleza les enseñaron a ser amables con el perro y el caballo,
que les correspondieron con su lealtad. Para no ser menos, los Azares les dieron
la escritura, a fin de que pudieran plasmar el pasado y describirlo para el futuro.
Fue una noche que duró mil años, durante la cual los dos se convirtieron en cuatro, en muchos, se convirtieron en una nación de artistas, filósofos
y constructores de maravillas.
Con nuestra ayuda, la verdadera humanidad
se había liberado de sus ligaduras y aplicaba toda su fuerza sobre el mundo.
Fue una época única: la humanidad, perfeccionada, en un mundo perfecto.
Pero por extraordinaria que fuese la noche del regocijo, el día del
juicio estaba aún por venir. Obramos nuestros prodigios al amparo de la
noche, pero el sol, la luz cruel del ojo inmisericorde de Dios, no se demoró
por el camino.
Cuando amaneció sobre los nuevos logros el hombre, el sol salió
acompañado de una vanguardia de ángeles. Los encabezaba Miguel, antes
llamado el Querubín del Rayo Infalible. Ahora, al sobrevolar el Paraíso, se
anunció con un nuevo título.
—Soy Miguel, Serafín de la Espada Flamígera y Voz de Dios. He venido para impartir nuevas del Hacedor de Todas las Cosas, nuevas de Su
cólera y Su temible retribución.
Los humanos, sobrecogidos, cayeron de rodillas, pero ningún Elohim
se humilló. Nos colocamos sobre nuestros pupilos mortales, blandiendo
herramientas que podrían servir de armas. Nos enfrentamos a la Hueste
Sagrada sin doblegarnos.
—Has pecado contra tu Señor —dijo Miguel—, y grande es Su ira.
Pero más grande aún es Su clemencia ilimitada. Obedece Su orden final,
renuncia a este egoísmo y seguirás siendo Su mano vengadora.
Lucifer se acercó a Miguel, y cuando se cruzaron sus miradas, la propia
luz pareció debatirse entre sus dos señores.
—¿Cuál es esta orden final? —preguntó el Lucero del Alba.
La respuesta de Miguel fue una mueca.
—Para ti, rebelde, y para los tuyos es simple: Regresad a la más alta de
las esferas del Cielo, donde los ángeles vengadores os reducirán a vosotros,
pecadores, a la nada, desharán vuestras formas, silenciarán vuestros nombres y os enviarán a la negra aniquilación que os merecéis.
Volviéndose a los humanos del suelo, dijo:
—Renunciad a los dones corruptos de estos rebeldes, renunciad a
vuestro inmerecido conocimiento y podréis recuperar el favor de vuestro
Creador. Vuestras obras pecaminosas serán erradicadas del mundo, y vuestras mentes serán liberadas de su perversa acuidad. Todo será como era
antes... ni siquiera sabréis que nada ha cambiado.
Lucifer se atrevió a reírse de su antiguo sirviente, el querubín que
había usurpado su posición.
—¡Qué oferta más amable! Tenemos que regresar dóciles, con la cabeza baja, y en recompensa por nuestra sumisión... ¿seremos destruidos?
Dime, ¿es peor el castigo que nos mereceríamos si nos negáramos a acatar
esta orden? Ante la opción del olvido, no se me ocurre otra peor.
—¿Tanto ha arraigado en ti la rebelión? ¿Estás tan borracho de suficiencia, tan pervertido por la desobediencia, que enfrentarte a Dios no te
parece un castigo mayor que la destrucción?
—No somos nosotros los que hacemos amenazas. No somos nosotros
los que hablamos de destrucción. No somos nosotros los que exigimos a los
demás que se dobleguen y sucumban por el crimen de proteger a sus seres
queridos.
—Me enferma pensar que antes fui tu siervo —dijo Miguel—. Sumas
el abuso y la blasfemia a tu pecado de arrogante desobediencia. Tu castigo
servirá de inequívoca advertencia para el resto de tu odiosa hueste.
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