En un nivel, la rebelde Madisel lanzó su guadaña por los aires para
proporcionar un arma a Lucifer. Su poder no era nada comparado con el de
la espada de fuego de Miguel. ¿La guadaña de un ángel menor de la Casa
inferior? Existía en dos mundos, tres como mucho, mientras que el arma de
Miguel era una espada, una canción y una reacción catalítica carbonizante.
Era real en mil niveles, una herramienta, un principio guía y un elemento
fundamental de las matemáticas, no sólo una simple arma.
Pero Miguel acababa de obtener su poder, y aunque ahora fuera el
mayor de los Elohim, el Lucero del Alba seguía siendo, como siempre, el
primero de todos nosotros. Si Miguel atacaba con demasiada fuerza, Lucifer lo esquivaba con sutileza. El arma de Madisel se habría roto si hubiera
traspasado el viento abrasador que levantaba la espada flamígera a su paso,
pero proporcionaba al rebelde distancia, amenaza y el poder de hacer daño...
y al final, eso fue suficiente.
O quizá, eso y que Miguel sabía que estaba
combatiendo a Lucifer... que estaba combatiendo al que antaño ofreciera
obediencia ilimitada, atacando a aquel cuya autoridad sólo estaba por debajo de la de Dios. Recuerda que éramos criaturas de casta y hábito, y las viejas
costumbres tardan bastante en desaparecer, no sólo para los seres finitos.
La victoria fue para Lucifer. No es que Miguel resultara herido de
ninguna manera: Aún no habíamos degenerado hasta el punto de hacernos
daño de verdad mutuamente. No, sencillamente se hizo evidente que Lucifer, si quisiera, podría herir a Miguel antes de que Miguel lo hiriera a él.
Cuando eso hubo quedado claro, los dos guerreros se retiraron graciosa y
honorablemente. Ya que ambos conocían el resultado, ¿qué sentido tendría
subrayarlo en la realidad?
La hueste rebelde rompió en vítores, y la humanidad se sumó a sus voces.
—Ahí tienes tu respuesta —dijo Lucifer—. Nuestro desafío sigue intacto. Si queréis destruirnos, sabed que os arriesgáis a ser destruidos vosotros también.
—Tú no hablas por ellos —dijo Miguel; derrotado, pero todavía resuelto—. ¡Que todos los que estén dispuestos a obedecer vengan a mí!
Entiende que un tercio de la Hueste Celestial se había aliado con
Lucifer. Contábamos treinta millones trescientos mil treinta. Y de los nuestros, sólo dos —Amiel y Ank-Rhuhi— perdieron su coraje y regresaron
para ser castigados.
—Así sea —dijo Miguel—. Tenemos la respuesta de los rebeldes menores. Volvámonos ahora hacia los mayores.
Adán y Eva salieron al frente, con la cabeza alta, y contemplaron la
inmensa nación que habían forjado ellos y sus hijos.
—Lucifer nos ha enseñado, Belial nos ha ayudado y Senivel ha construido a nuestro lado. Nos han dado muchas cosas buenas, y estamos familiarizados con ellos. Tú eres un desconocido para nosotros, Miguel Portador
de la Espada, y no nos ofreces más que ignorancia, pérdida y desolación.
Nos quedaremos junto a nuestros amigos.
En ese momento, yo estaba destacado en el tercer rango de los rebeldes de la Primera Casa. Podía ver a Lucifer, y vi la lágrima que vertió al escuchar sus palabras. Supe entonces que esas palabras, la lealtad que le profesaban, constituían para él un triunfo mayor que su victoria sobre Miguel.
No toda la humanidad eligió lo mismo que el Padre Adán y la Madre
Eva, desde luego. Uno de sus hijos avanzó para anunciar:
—Honro a quienes me han hecho, pero ¿acaso no debo honrar más
a Aquel que los hizo a ellos? Las cosas que hacemos son magníficas, y las
quiero. Pero más que eso, quiero la virtud. Obedeceré, Miguel. Seguiré a
Dios.
Podría condenarlo por su cobardía, pero con el mismo aliento, podría
admirar su coraje, pues en esos momentos, la humanidad no tenía forma
de saber cuál de las dos Huestes contendientes era mayor. Sin pensar en
las consecuencias, había confiado ciegamente en quien afirmaba hablar en
nombre de Dios.
Abel
Gaviel hizo una pausa y esbozó una sonrisa.
—Casi como uno que yo me sé.
—Sí, ya lo pillo —replicó Matthew—. ¿Qué fue de él? ¿Lo acompañó
alguien?
—Se unieron a él sus hijos y su tribu, que sumaban un cuarto del total
de la humanidad.
—¿Y Dios... los restauró?
—Claro. O, para ser más concretos, los restauraron Sus agentes de la
Hueste Sagrada. Pero su ignorancia no podía durar mucho tiempo, una vez
comenzada la auténtica guerra. La consciencia es contagiosa, y cuando las
dos tribus humanas se sumaron a la lucha, los leales tuvieron que despabilarse enseguida. Los que eran incapaces de dar el salto cognitivo de vuelta
al pensamiento abstracto eran demasiado fáciles de engañar, demasiado
predecibles. Eran presas. Aunque al principio, la humanidad ni siquiera
participaba en la contienda.
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