“Donde esté prohibido entrar, caminaréis. Donde esté prohibido murmurar, hablaréis. Todo lo que sea sagrado lo tomaréis” Así habló Lucifer a la Legión de Plata; así actuó Belfegor el Corruptor. Diseñó un palacio para alojar a su hueste para que le ayudaran en sus experimentos.
El palacio fue construido en el cráter de un volcán, que fue sellado a conveniencia. Los muros de roca fueron endurecidos y aguzados como cuchillas en su cúspide. Entre ellos se alzaba una eterna tormenta de fuego, relámpagos y vapor venenoso, que creaban un velo de arco iris de muerte. Dentro del recinto se encontraban cientos de kilómetros cuadrados de tierra fértil y un lago cristalino con sus orillas contenidas con columnas de piedra colorada y esculpida en graciosas curvas.
De las profundidades de la tierra levantaron paredes, y todo el terreno era en verdad un palacio. Parecía un lugar hermoso, hasta el observador olía el hedor rancio del viento, escuchaba los gritos que surgían de los campos y pabellones, y percibían la presencia de las extrañas máquinas y la verdadera composición del edificio situado en el centro del cráter. Belfegor probaba la capacidad de los humanos para transmitir sus rasgos a sus descendientes. Diseñó rituales para acelerar e influir el proceso. En su hueste había prodigios de belleza y fuerza, y quimeras terriblemente deformadas y medio bestiales, todos los cuales retenían su capacidad humana para producir Fe. Aunque la tormenta exterior y la fuerza de sus murallas era la principal defensa del palacio, también crió humanos para la batalla y situó esos ejércitos en la parte baja de las murallas.
Por debajo de la superficie del cráter había niveles que no estaban hechos para los humanos, donde ninguno de ellos podría sobrevivir. Allí el Corruptor se entregaba a los límites de sus placeres, y también formó un anillo defensivo de canales de fuego, ácido y frío. Más allá se encontraban sus propios aposentos, donde sólo admitía a sus servidores de mayor confianza, y donde se guardaban maravillas de escultura, luz, sombra y color, formando vívidas obras de arte en las que participaba el visitante. Así era el Palacio de los Suspiros, destruido tan concienzudamente por la Hueste Celestial que el propio volcán quedó convertido en un montón de escombros sobre una llanura de ceniza.
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