Pocas culturas carecían de rituales para invocar a espíritus guardianes. Casi cualquier civilización, desde las
antiguas culturas europeas que invocaban a los dioses del
panteón que adoraban hasta pueblos tribales de América
que convocaban a los espíritus naturales, poseía una forma
de ponerse en contacto con ellos.
Los pueblos aborígenes australianos no fueron ninguna
excepción, ya que reverenciaban a los espíritus de sus ancestros y solían solicitarles ayuda. De esta forma, una tribu
relegada al anonimato invocó al demonio Afigorith para
proteger y ayudar a su pueblo. Afigorith, un Malef actor de
cierta fama, accedió a servir a su nuevo pueblo y asumió la
identidad de Muku-Ngaanta, el guardián de las rocas.
Como otras tribus aborígenes, la tribu de Muku-Ngaanta era nómada y viajaba constantemente en busca de
fuentes de alimento. Este desplazamiento constante dejaba
a Muku-Ngaanta en una posición demasiado vulnerable,
por lo que ordenó a sus seguidores que lo colocaran en un
lugar especial en tierra sagrada desde donde pudiera guiarlos y protegerlos.
Esta intención condujo al Encadenado a elaborar un
poderoso ritual para modelar la tierra a su satisfacción.
Creó un complejo sistema de cavernas y túneles bajo la
roca de las llanuras meridionales, el bastión Ngaanti’iiya.
Las cámaras interiores fueron inundadas con agua y Muku-Ngaanta estableció su residencia en el interior.
Ngaanti’iiya era un bastión capaz de retorcer la mente
con su estructura. El Encadenado refinaba constantemente su creación original, llegando a convertir al bastión en
un intrincado laberinto de cavernas interconectadas cuyas
dimensiones desafiaban las leyes de la física ordinaria. Durante la mayor parte del año, el pueblo de Muku-Ngaanta
ocupaba las cavernas exteriores del bastión mientras que
los esclavos más favorecidos (aquellos que poseían la bendición que les permitía respirar bajo el agua) visitaban el
santuario principal.
Aquellos que lo hicieron regresaron
con una extraña mirada en sus ojos y un sentido de la percepción que no volvió a ser el mismo. Se afirmaba que observar los corredores interiores de Ngaanti’iiya era como
mirar a la mente de los espíritus, una revelación capaz de
hacer enloquecer a los hombres.
Muku-Ngaanta no se vio obligado a retirarse por la
llegada del cristianismo. La influencia de esta religión llegó tarde a las costas de su tierra. En lugar de ello, Muku-Ngaanta se vio debilitado por otra clase de invasión: la
invasión cultural. Sus tierras fueron colonizadas por hombres procedentes de otros países y su tribu fue esclavizada
y asesinada. Cuando el último miembro de su tribu se desvaneció para siempre, la fuerza del Encadenado se debilitó
considerablemente y quedó indefenso. Es posible que todavía resida en el laberinto inundado de Ngaanti’iiya como
una araña en el centro de su tela, recreando pacientemente
sus planes y sus creaciones con la esperanza de encontrar
nuevas presas.
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