27.7.2017 - Túnez

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Desde Bagdad realicé un viaje inesperado. Mis anfitriones Ashirra fueron tan amables de hacer los arreglos, pero aún me estaba recuperando de la matanza en la base estadounidense. El Patriarca Brujah tunecino Abu Muhannad había desaparecido, un Anciano Vástago de la Camarilla con vínculos familiares con la Ashirra, un posible golpe a la reciente alianza y un movimiento inesperado del nada sutil Sabbat. Cuando surgió el rumor de que se había visto a un Anatema en las ruinas de Cartago noches antes de su desaparición, todos los Arcontes en la región acudieron al norte de África. Los Justicar no son seres impulsivos, son Antiguos poderosos con una larga memoria y una visión del mundo digna de un maestro de espías.

Sin embargo, los Anatemas son su cargo extraordinario, una Lista Roja de los Vástagos más buscados que jamás han hollado la Tierra, y, de entre los Justicar, Lucinde les tiene un odio especial por razones que no voy a detallar aquí. Saida me aconsejó que buscase a los Lasombra de la ciudad, una familia de la Ashirra con lazos con los Brujah que datan de las guerras púnicas. Ésta no era la ciudad más segura para los de mi Sangre; la memoria de los Vástagos es duradera, aún más aquí. La Malkavian era Ashirra, pero Saida comprendía que su Clan y el mío aún estaban malditos por participar en el derrocamiento del poder de Cartago y de los Brujah que la controlaban. Cuando una joven enjuta y de mirada intensa se sentó frente a mí en una cafetería de Túnez, asumí que era el contacto que había preparado Saida. —No tenemos a muchos nuevos chupópteros a este lado del Mediterráneo —dijo—. ¿Quién eres? Un comienzo difícil, pero tras explicarle qué hacía allí comenzamos a entendernos muy bien. Era una Ashirra local llamada Laylah. Vestía como un correo y parecía conocer a todo el mundo, aunque eso podía ser puro teatro para hacerme sentir aún más como un extranjero.

La postura de Laylah respecto a Cartago y los Brujah era firme. La población vampírica local se dividía claramente entre jóvenes Anarquistas que buscaban reclamar la vieja gloria y la Ashirra que fundó la ciudad y había acogido en ella a sus nuevos aliados de la Camarilla. Estos peregrinos Anarquistas eran numerosos y despreciaban la afianzada vieja guardia que representaba Laylah, pero ésta era demasiado vieja y poderosa para desafiarla. Abu Muhannad era un extraño pacificador que tendía un puente en esa división y su súbita desaparición amenazaba con romper la frágil paz. Laylah me llevó a un piso franco donde fui contactado por otra Arconte que me indicó que me encontrase con alguna gente que describió como “amigos personales de los Justicar”. Ellos podrían darme una descripción ajustada de la situación sobre el terreno. El lugar era enorme, un ático modernista con vistas al golfo de Túnez.

Estaban presentes seis Vástagos que afirmaban haber sido convocados por la Llamada, aunque la falta de presencia Sabbat o tumbas en la ciudad parecía ir contra mi rudimentaria comprensión del propósito de la Llamada. Como cabría esperar, respondí a sus preguntas, pero por lo demás permanecí en silencio. Si aprendí algo de París es que no debes interrumpir a ningún ser que afirme ser un Antiguo, pues incluso aquéllos que podrían estar mintiendo suelen ser capaces de apoyar sus credenciales con crueldad. Hablaron sobre los Matusalenes que asumían que dormían por toda la región y el Viejo Mundo. Su conversación era insegura, ávida, perdida. Pronto olvidaron al Anatema y a Abu Muhannad. Estoy empezando a ver un hecho de esta guerra: si hay alguien al cargo, una mano que la guíe, aún he de encontrarlo, y temo que puede que no exista.
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